miércoles, 28 de diciembre de 2011

Dominique, nique, nique.



La guitarra, el crucifijo y la mirada en alto.



Un caso excepcional aquí, allí y allá. Hay momentos en que más allá de las cualidades musicales, o novedades aparece algo extraño. Hace unos meses en el programa de Radio 3 El hexágono, dedicado a la música en francés, pusieron una canción de Sor Sonrisa y me acordé que en casa de mis padres, la canción  más famosa de esta monja estaba en algún disco de los de antes. Así que las vacaciones navideñas han hecho que entre otras cosas lo buscara pero no lo he hallado. No está. Y mis padres dudan de haberlo tenido alguna vez. Habrá sido mi imaginación. A veces confeccionamos hechos en nuestra cabeza que nunca tuvieron lugar vaya una a saber porqué.  Pero es verdad que en mi infancia sonaba. Todos la hemos escuchado alguna vez supongo que por culpa de los padres. Fue en 1963 cuando apareció una canción de esas que te ronda la cabeza una y otra vez aunque sepas que no te gusta y de la que huyes. Es algo químico, corporal, de piel, algo irracional que hace que se propague por el globo (terráqueo) casi inconscientemente. Dominique, esa canción escrita, compuesta e interpretada por una monja belga, la hermana Luc Gabriel de nombre originario Jeannine Deckers y más conocida como Sor Sonrisa (Soeur Sourire).








Esta belga, tangencialmente un paralelo en pequeño de Lutero (!), entró en la orden dominicana (los dominicos) en 1959 fecha en que ya no se llevaba en la orden la tonsura (rapado de parte de la cabeza). La canción circuló por todo el mundo convirtiéndose en número uno hasta en EE.UU. en las listas Billboard, una de esas que miden a nivel numérico como no puede ser de otra manera el éxito musical. Permaneció allí tres semanas.  Así lo vemos en la película que los belgas han hecho con Cecile de France, Soeur Sourire (Stijn Coninx, 2009).








En su momento, tras tremendo  éxito vino una película como viene siendo  habitual aún hoy y cómo no, Debbie Reynolds le puso cara en la película de Henry Koster,  un cineasta del que recuerdo El invisible Harvey (Harvey, 1950) con un conejo y con James Stewart por lo que venía bien para hacer la historia de la monja versión soft, nada que ver supongo con la película del belga Stijn Coninx que llega a la segunda parte de la vida de esta muchacha censurable para la hollywoodiense.  Los derechos de autor de la canción que nos ocupa, la monja  los firmó para el convento, el resto de ingresos, para la casa Phillips. Todo esto debido a que los votos para las integrantes eran de pobreza y obediencia pero al poco ya no obedeció más. A los tres años salió convencida de su falta de vocación. Como no podía seguir usando su pseudónimo se llamó en su segunda etapa musical Luc Dominique, llegando hasta componer una canción que era una oda a la píldora anticonceptiva La pilule d’or (la píldora de oro) y en otra llamada como ella misma declara la muerte de Sor Sonrisa. El súmmum de todo esto es que convivía con otra ex monja, su pareja Annie Pescher. Los problemas monetarios que podían haberse solucionado con una pequeña parte de su fama a la que no podía acceder provocaron que las dos se suicidaran juntas el 29 de marzo de 1985. Hasta les quitaron su escuela de niños autistas. Así que los barbitúricos y el alcohol provocaron el final. Aquí y ahora, Debbie con Dominique en inglés sin presagiar su final.






Como estos días son de volver a la familia, a tus recuerdos, a las músicas básicas (villancicos) qué mejor manera que esta canción sobre todo coincidiendo con el día de los inocentes. Seamos inocentes y entonemos el ritmillo básico y sencillo de Dominique. Y en un par de días poneros a buscar la versión de La Lupe y así cambiamos el chip porque de dulce, de eclesiástica, de básica no tiene nada. Porque el año nuevo es para romper, para cambiar. Mientras que buscáis la versión de La Lupe aquí os dejo la versión ochentera de Dominique por la misma Sor Sonrisa antes de irse del todo.






martes, 20 de diciembre de 2011

La Lupe: un animal musical.










Al mismo tiempo que descubría a Almodóvar también descubría a La Lupe (1939-1992). Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) cerraba su peripecia con esta canción. El marco musical es casi perfecto en las películas del director pero aquí encuadra perfectamente la trama; entra directa y sale con la cabeza bien alta con canciones de asunción y de tirar para adelante. Soy infeliz de Lola Beltrán abría la película y también formaba parte de uno de esos grandes momentos de su cine, donde la gran Kiti Manver (Paulina Morales) tras ser golpeada por el disco maldecía a la Pepa: «Esta no sabe quién soy yo.  Mira Pepa, te voy a meter un puro por lo de los tres chiítas que te vas a cagar. ¡Iváaaan!». Mítico.




La Lupe: el que canta su mal espanta.



Pero lleguemos al final pues ahí están en la terraza, sentadas Pepa y Marisa (Carmen Maura y Rossy de Palma), esta última recién desvirgada en sueños. Al fondo, Madrid anochecida y La Lupe que nos canta Puro teatro. Una voz fuerte, decidida, curiosa, juguetona, agresiva. Una canción de despecho. Cuántas veces la habré cantado en mi cabeza y fuera de ella. Mi parte favorita es la medio cantada, medio declarada que dice una gran verdad, lo del punto de vista:


«Y acuérdate que según tu punto de vista  
  Yo soy la mala. ¡Ay!»








Hace como diez años El País como promoción ofrecía discos de música latina y en uno de esos días (supongo que fines de semana) compré el CD de La Lupe. Lo que allí había era oro puro. Todas las canciones incluso las versiones que hacía eran genuinas, únicas, vibrantes.  Y bueno, lo del inglés es alucinante con Fever y Yesterday a la cabeza.  Si tú no vienes, Pa’lante y pa’tras, Porque así tenía que ser, La lloradora… son muchísimas. «Un animal musical» como la definió Sartre que se quitaba la ropa y los zapatos en el escenario, que se tiraba del pelo, se golpeaba el pecho, golpeaba a sus músicos porque era puro nervio. La moral de la revolución no aceptaba tremenda mujer así que se convirtió en exiliada cubana en Nueva York y allí triunfó. El Village voice la definía como «Janis Joplin, Aretha Franklin, Edith Piaf en una sola mujer más un toque de locura».



La Lupe es buena para fiestas, para momentos de bajón, para animar a cualquiera porque son canciones de afirmación, de ponerse el mundo por montera, de lanzarte a hacer las cosas como tú las quieras hacer. Y me parece que es el momento de lanzarse con eso de los cambios, deseos, propósitos de enmienda y tirar lo viejo lejos. Os dejo con La Lupe para que el 2012 no sea un círculo vicioso sino una rampa ascendente de baldosas amarillas.


 «Yo quiero mientras me quieren.      
   Y si me olvidan, olvido.                                                                
   Que yo no tengo la culpa…yi yi yi,                                                    
   de ser como siempre he sido».


jueves, 15 de diciembre de 2011

El camino inverso en el arte: Ángeles Santos.




Ángeles Santos dando la espalda a su obra.



Cuando fui a la exposición «La caballería roja» de la Casa Encendida allí vi una obra de Pável Filonov que en lo formal no tenía nada que ver pero que me llevó a un cuadro de Ángeles Santos llamado Un mundo. Pero hoy he descubierto que sin yo saberlo había una conexión. Al ver la pintura de Filonov regresé de nuevo a una obra que me conmocionó y que me hizo volver allí donde está, ya que lo tengo fácil: el MNCARS (Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía). Allí está Un mundo y también Tertulia (sala 207) ambas realizadas en 1929. Tertulia llegó conmigo a Madrid. La tenía en mi habitación sobre una guardada y preciosa máquina de coser Singer (de la casa, no mía). Era el lugar del papeleo y allí coloqué dos fotografías en blanco y negro que eran recortes de un periódico. Una de ellas era la reproducción del cuadro de Ángeles Santos. Lo conocí en blanco y negro y aún así me atraía.




Ángeles Santos de joven.




A los pocos meses de estar en Madrid, en mayo del 2004 pude ver realmente las obras de Ángeles Santos en una exposición en la Residencia de Estudiantes: «Ángeles Santos. Un mundo insólito en Valladolid». Sólo he ido a la Residencia un par de veces: por Ángeles Santos y por Almodóvar (al que no pude ver ni escuchar porque estaba todo completo pero vi a Esther García que cualquier almodovariano de pro podría reconocer). En  la Residencia se mostraban algunas obras suyas, entre ellas sus dos obras más importantes, las que hemos citado. No me lo podía creer. En una, todo un mundo; en la otra un mundo cerrado que te subyuga. Y empecé a curiosear sobre la artista, que si estaba viva, me preguntaba por qué ya no pintaba o en todo caso porqué con tremenda obra delante de mí no se sabía de ella.



Ángeles Santos eligió la vida al arte. Es así. Por una vez y aunque suene poco moderno nos encontramos con una artista que no acabó en tormento, con suicidio, con impotencias. No podemos hablar de una artista maldita porque ella misma no escogió esa vida. Y hubo un momento que pudo elegir. Decidió borrar y hacer cuenta nueva. Con 17 años pintó esas dos obras y muchas más pues vive en un periodo de obsesión por la pintura pero también de rebeldía y su padre la ingresa durante un mes en un sanatorio mental. Todo cambia a partir de entonces. Parece que le conviene la sumisión. Tras descubrir un mundo lleno de libertad, de ideas, de gente pero donde siempre está acompañada por el padre, hasta en las tertulias, también descubre que es un mundo donde esa promesa de libertad no se puede cumplir, al menos en su casa. Es un mundo muy machista y la mujer no tiene el mejor contexto. Mira alrededor, perdida, no tiene fuerzas para luchar, para romper ese contexto y decide aceptarlo destruyendo lo anterior.




Niña muerta (1930).



Ella rechaza esas dos obras míticas; las llama incluso «monstruos»; le parecen tétricos y recuerda que le han hecho sufrir. Destruye muchas obras suyas, otras las regala o pinta encima bodegones o retratos y deja de pintar un tiempo. Lo retoma al conocer a  su marido el pintor Grau Sala, lo vuelve a dejar y lo vuelve a retomar en 1963. Pero su pintura, su paleta cambia completamente. Se vuelve impresionista. Y la temática es más plácida, como si quisiera que le invadiera la paz, la alegría. Se vuelve más convencional. No hay más que ver dos autorretratos suyos de entre los pocos que realiza. El primero es de su primera etapa. Sola, grande, encuadrada, mirando al frente, con camisa oscura sin peinados complejos, ni joyas: una mujer, una pintora que va a descubrirse. Esta obra salió como portada de la novela de Elvira Lindo Una palabra tuya (evidentemente para el tono de la novela cuadraba este tipo de pintura). El otro autorretrato es muy distinto. Sus ropas se ciñen más a su cuerpo, está maquillada, y el pelo arreglado. Los tonos son suaves y hay mucha luz, por no hablar de las palomas. Ha vencido su tortura, porque está pintando plácidamente. Se ha sometido.



Autorretrato (1928).


Autorretrato (1942).



En su segunda etapa pinta lo que tiene objetivamente delante: paisajes, retratos, objetos, flores, etc. No profundiza, no reflexiona, no deja aflorar su interior porque ella misma ha decidido que sea otro. Hasta hace bien poco seguía pintando. Acaba de cumplir cien años: definitivamente no es una artista maldita. A veces hay que hablar de esos que decidieron quedarse aunque no vendan tanto con esa imagen tan plácida. Aunque realmente lo que nos ha traído aquí sea la etapa «monstruosa».



Esta mañana, buscándola, entré en una pequeña galería pegada al Thyssen. En la calle Zorrilla, la galería Albert Gallery posee muchas obras de Ángeles Santos y muchos catálogos sobre ella. No estaba expuesta. Hace un mes sí lo estaba debido al centenario de la pintora pero el dueño me dice que volverá a rotar y ahí estará. Le digo que me pasaré aunque no hace falta porque el hombre muy amable me enseña orgulloso todo. Me muestra catálogos, me abre pequeños armarios donde me enseña obras de Ángeles (todas de su segunda etapa), me lleva hasta al pequeño baño que también sirve de almacén donde hay más obras de la pintora. Y me enseña la obra que me confirma la revelación que tuve ante la obra de Filonov de la Casa Encendida.



Detalle de la obra de Filonov de título inmenso (1920-22).


Flores a lo Pollock



Esta obra recibe el título «Flores a lo Pollock» o algo parecido pues no recuerdo bien. Le pregunto al de la galería si el título lo puso ella. Me dice que no. Ella se da poca importancia; el título viene por un comentario de su hijo que comentaba que ella sin conocer, ni ser consciente, brocheaba como el pintor norteamericano. Una comparación peregrina pero en esencia muy cariñosa y a grandes rasgos con algo de base. Y ahí entreví un pequeño rastro personal de la pintora con Un mundo, tal vez por ser una de las pinturas más abstractas, poco definidas de su segunda etapa donde tal vez al no tener un referente real o alejarse de él (jardín) tuvo alguna conexión con su interior más escondido. Cosas del espectador que cree ver más que la intención del artista. Pero para eso estamos.  



Ángeles Santos empieza a pintar originales (no solo copias de Ingres) en 1928 con dieciséis años y al año siguiente pinta sus obras maestras y expone  en el Salón de Otoño de Madrid. También tiene una exposición individual en Paris y pasa por la Bienal de Venecia en 1936. Toda la obra de este primer periodo la realiza en Valladolid donde vive con su familia en uno de tantos destinos de un padre funcionario.  Conoce a Lorca y Ramón Gómez de la Serna con el que se cartea. Hay un mundo ahí afuera pero difícil para una mujer. En cuanto se casa con su marido, empieza la guerra civil, ella se queda y el marido vive en París. En la distancia viven veintiséis años y los últimos siete años de su marido los pasa con él en París para luego regresar.



Obra de una Ángeles Santos sosegada.



El recorrido pictórico de Ángeles parece el inverso a la lógica. Empieza con un universo propio, oscuro, particular, reproduciendo escenas complejas con mucha historia dentro del lienzo que llega hasta reproducir todo un mundo. Son obras grandes, simbolistas y surrealistas. Después acaba pintando a modo impresionista con colores alegres, flores y más flores casi con un tamaño idéntico para todos sus lienzos. Flores y retratos como el que está empezando que necesita practicar, sólo practicar.



El rastro de su obra más interesante la que hizo entre 1928 y 1930 en solo tres años se pierde. Realizó muchas pinturas y muchas quedan, otras las vendió y quedan en su recuerdo y en alguna lámina a lápiz de la que recuerda se la compró un alemán. Otras las destruyó en ese proceso de ocultar su yo anterior. De entre las que tapó pintando encima existía un cuadro que era un jarrón con flores, la galería rascó y surgió el retrato de un muchacho. Se decidió conservar la firma de la autora en su segunda intervención y una pequeña flor que sale del cuello del muchacho. Un tanto extraño pero una obra donde conviven las dos etapas, la segunda con una simple mención, ya que la importante es la primera. También existe por ahí circulando un autorretrato de ella misma desnuda.




Esa otra habitación donde pasan las cosas.




La obra habitación (1930), realmente era más grande por su parte inferior. En ella vemos un niño que se tapa los oídos y está de espaldas y otro cortado en la parte inferior. En un principio, la obra incluía otra figura junto al niño de abajo que estaba apoyado en el suelo boca abajo dejando el culo al aire mostrándolo al niño de abajo. Parecía una obscenidad y Ángeles lo eliminó.




Todo un mundo creado con diecisiete años.



Pero sobre todas las cosas hay que mirar y volver a mirar y descubrir y volver a descubrir esos dos pequeños «monstruos». En el Reina están situados uno en frente del otro enmarcando la sala. Entre tanto, Dalí, Gutiérrez Solana, José de Togores…  Se trata de dos grandes obras: Un mundo 290 × 310, Tertulia 130 × 193. El primero tiene mucho de surrealista, de realismo mágico, al segundo se le vincula con la nueva objetividad alemana; realismo moderno. Un mundo es una fabulación para niños y es una disección para los adultos. Todo un mundo representado, delante del que puedes pasarte horas mirando. El mundo no es una esfera, es un cubo porque es evidente el contraste que hay entre el día y la noche, entre lo bueno y lo malo, el ocio y el desastre puesto que vemos un cine, alguien durmiendo, una estación de tren, pero también un asesinato, un cementerio, un cortejo fúnebre: la vida. Alrededor de la tierra aparecen ángeles que quitan un poco de sol al sol para crear las estrellas. Sin sol no hay estrellas, sin día no hay noche y viceversa. Ver la vida dualmente como Picasso en su etapa cubista como realmente declaró la pintora. Picasso fue otro de los que visitaron Valladolid y al ver su obra reconoció su influencia.




Tertulia (1929).




En Tertulia tenemos cuatro mujeres que vemos en picado en un espacio muy cerrado donde sólo aparece un sofá. Una lee, otra nos mira, y las otras dos parecen discutir (aunque una ignora a la otra). Están en la oscuridad y el foco de luz viene por la derecha. Una tertulia femenina como solo podía ser, entre mujeres y en una casa. Nada que ver con las grandes tertulias del café Pombo, masculinas y a la luz pública. A esas acudía Ángeles pero acompañada siempre del padre. La libertad aquí deseada es mostrada por la disposición poco formal de los cuerpos: una de ellas medio tumbada, otra sentada asomándose hacia la que le habla que parece estar en el suelo, y la que está sentada sobre un pequeño taburete de endebles patas. Y ellas fuman, nos miran sin temor, leen reflexivamente. Las telas, las luces y las sombras forman líneas rectas sobre superficies lineales, el mismo contraste que Un mundo exhibía.




Hasta de día algo tétrico se asoma.




Mucho de lo que vemos representado es lo femenino. En Tertulia son cuatro mujeres y en Un mundo, todos los personajes que están más allá de la tierra son cuerpos femeninos. No hay otra manera de representar el cuidado, la protección, la mano que domina el mundo. No hay mejor manera de reivindicar una realidad que muchas veces no se quiere reconocer exhibiéndola. Los tonos en estas obras y en todas las de este periodo son de una paleta oscura, negra, como una realidad a media luz. Incluso las que representan el pleno día como Calle de Valladolid I (1929) representa un cielo que no es azul, que solo permite pasar la luz y la gente, niños y mayores van de negro e incluso el único ave del cielo parece ser un cuervo.



De las pocas naturalezas muertas de este primer periodo es el cuadro Lilas y calavera (1930). El cuchillo y la misma calavera junto con la paleta utilizada no estarían en esa obra posterior, donde las lilas no estarían en un rincón junto a una pared marrón en sombras. Después, las lilas estarían colocadas sin un contexto, en un mundo abstracto lleno de color.



Lilas y calavera (1930).


El bodegón más tarde.



Las facciones y perfiles de sus figuras a veces son muy geométricas como si fueran símbolos más que figuras, como si quisieran contar caracteres. Endurece los rostros que a veces parece que se animalizan porque suelen ser más grandes. En Un mundo las figuras de la parte inferior derecha están calvas e incluso una tiene como definidos sus pechos y su barriga: indicando lo femenino.



El reino vegetal y el reino animal (1930).




En El reino vegetal y el reino animal (1930) tenemos dos niños con unas extremidades enormes. La infancia relacionada con lo monstruoso. Ángeles Santos entrando en un mundo complejo, de dudas, de aristas que poco le van a dejar observar y del que tiene miedo y huye. Huyó hacia otro arte para conservar una vida. Fue su elección. Tal vez si no hubiera huido de esa manera, no lo hubiera soportado y más con la vuelta atrás que supuso la guerra civil, tal vez su huída hubiera sido otra, la de los malditos como Rimbaud con el que algunos la han comparado. 


sábado, 10 de diciembre de 2011

El buen cine de Edgar Neville.



El señor director Edgar Neville.



Mucha gente no quiere oír ni hablar de cine español ni mucho menos verlo y son muchos los motivos que argumentan. Yo respetándolos, me los paso…de lado. Creo que el cariño, o la atención al cine español me viene por descubrir más o menos de seguido a Almodóvar y a Edgar Neville y a partir de ahí una cadeneta. Si una descubre modernidad, frescura, diálogos chispeantes junto con un director que cambia de género sin problemas y me río, descubro y me sorprende ahí me quedo. Y con ellos descubrí Madrid. Sobre todo con Edgar Neville. Más que con las películas de la movida, las de Colomo o las de Trueba, las imágenes que se establecieron en mi cabeza fue con las de  este director. Y eso sucedió en una época donde la televisión emitía tantos ciclos y refrescaba tantos directores... Era una enseñanza pública de la que ya no queda rastro como muchas otras. ¿Habéis visto rastro alguno de Edgar Neville en la televisión en los últimos diez años? Yo las descubrí y las disfruté entonces.



La Gran Vía madrileña detenida por un caballo.




Hablamos de Madrid puesto que la mayor parte de la filmografía de Edgar Neville es castiza, se ven sus calles, sus paseos, sus casas y tabernas. Cuando en Neville se habla de casticismo o folclorismo no es el de exaltación de la patria en ningún momento, es un reflejo neorrealista. Ver sus películas era conocer un costumbrismo, un humor envuelto en algo lejano pero cercano. Algo así como la necesidad del que viene de fuera, de que fuera una villa (que realmente lo era, que realmente lo es) pero a la vez una gran ciudad. Tal vez anticipó o germinó mi decisión de traslado, incluso ese breve lapso catalán con la filmación de Nada (1947) como parte de mi  recorrido  tal como Andrea llegaba a la calle Aribau.



Callejuelas de Madrid vistas por Edgar Neville.



      
El Retiro, las Vistillas, las callejuelas, las recuerdo tal como recuerdo la salida del metro de Lavapiés en Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951), la salida que estaba en medio de la plaza y quitaron hace unos años. Surcos, otra película a rescatar del cine español, muy crítica, muy acorde a los tiempos de hoy de la que recuerdo esa salida del metro por parte de una familia que venía del campo a la ciudad con maletas, con mantas que envolvían enseres y gallinas…o tal vez estas sean un añadido del tópico sobre el hombre de campo muy Paco Martínez Soria. Es hora de revisarla para aclararlo.


Es curiosa la fijación de ese perfil de ciudad en mí porque las películas de Edgar Neville reflejan la España de los años cuarenta e incluso de antes: La torre de los siete jorobados (1944) está ambientada en el siglo XIX, como también El crimen de la calle Bordadores (1946), concretamente a finales del XIX o Domingo carnaval (1945) en 1917. Reforzando la idea de ser (yo) llegada de otros tiempos.



Dos hombres y una mujer.




Estas tres películas junto con La vida en un hilo (1945) las podemos ver durante la semana de Navidad en la Filmoteca española. Y no me arriesgo, ni es algo impuesto el deciros que vayáis al menos a una porque os van a gustar. Es el tramo de oro de la filmografía del director y las hizo seguidas. Y aunque es verdad ese reflejo castizo, no lo es menos que tiene una filmografía variada en género y echando un vistazo a esas cuatro películas se puede comprobar.




Charlot y Edgar.



Edgar y otros españoles tan amigos de Laurel y Hardy.




Casi siempre eran historias suyas que guionizó puesto que antes que cineasta escribió obras de teatro (La vida en  un hilo después de película la elaboró también como obra teatral muy exitosa  en 1959). Pero sin duda era un hombre del cine que descubrió en EEUU siendo allí diplomático. En la Metro estuvo como guionista y dialoguista para las versiones españolas y llegó a aparecer en Luces en la ciudad (Charles Chaplin,1931) por su amistad con Chaplin. También amigo de Ortega y Gasset, Ramón Gómez de la Serna y Lorca, muy en relación con la generación del 27 y escritor en La Codorniz junto a Mihura, Mingote y Tono aunque también rodó tres cortometrajes para el Departamento Nacional de Cinematografía durante la guerra civil, es un director que estrenó durante la dictadura franquista cosa que no significa doblegarse. Hay que agradecer que a pesar de todo en esa época tuviera un lugar. Y no realizó ninguna revisión histórica para el momento, cosa a tener en cuenta. Un hombre crítico con la burguesía de su tiempo, un humor tal vez no comprometido políticamente pero sí socialmente.



Muchos y buenos actores.




Cuando llegué a Madrid, creo que más o menos al tiempo que descubría  lo cerca que estaba la Puerta del Sol de la Plaza Mayor, descubrí la calle Bordadores. Me emocionó y me quedé un rato mirando los manises (así llamamos por mi tierra a los azulejos ya que Manises, pueblo valenciano tiene muy buenos azulejos: denominación propia). Yo creía que esa era la calle verdadera, del suceso, tal como nos hace creer el cine y todo lo asumí. Ahora descubro que el crimen en que se basa tuvo lugar en la calle Fuencarral. Qué se le va a hacer. En realidad la calle me atraía no por el suceso sino por la vinculación cinematográfica y eso no ha cambiado.




El Madrid callejero a punto de alterarse.




El crimen de la calle Bordadores es un ejemplo de cine policiaco. Y encontrarlo en el ambiente madrileño da como resultado una película cuya construcción sorprende, donde los personajes no pueden estar mejor definidos e interpretados y donde tenemos un magnífico ejemplo para descubrir los usos y costumbres de una época. Basado en un hecho real, el crimen de la calle Fuencarral como así se le llamó fue el primer caso mediático donde estuvieron implicados clases sociales de todo tipo.




El día de carnaval no es necesario enseñar el rostro.




Domingo de Carnaval sigue la estela de la anterior en cuanto a perfil de personajes pero es otro tipo de género. Es la película que más difusa tengo en mi mente. De La vida en un hilo recuerdo la frescura de unos diálogos llenos de absurdo, un juego a tres bandas encantador que me recordaba a Ernst Lubitsch. De alguna manera se le puede denominar como de alta comedia. Era sorprendente que todo el mundo no conociera esta película. Es seguramente, una de las comedias más brillantes del cine español.



Alta comedia española.




Hace unos años, al ver a Gwyneth Palthrow en Dos vidas en un instante (Sliding doors, Peter Howitt, 1998) me vino a la cabeza la película de Edgar Neville  enfadándome con algo parecido a un plagio. Y a su vez, al ver por ejemplo a Sean Penn que dirigió El juramento (The pledge, 2001) y saber que había una española El cebo (1958) de Ladislao Wajda que le daba mil vueltas (ambas adaptaciones de una obra de Friedrich Dürrenmatt), me hizo razonar por aquel entonces que no todo es dinero, que los americanos lo pueden reelaborar, engrandecer pero que el cine afortunadamente no siempre es presupuesto y para que te llegue hacen falta otras cosas.



Conchita Montes.



Antes de hablar de la última y más curiosa de las cuatro películas es evidente que se descubren aquí también unos actores del cine español que hoy quedan en memorias ya ancianas y no se van recuperando. Aquí están Rafael Durán, Guillermo Marín, Julia Lajos,  Manuel Luna, Rafael Calvo, Isabel de Pomés y Conchita Montes. Esta última, pareja de Edgar Neville desde los años treinta. Con rostro y un porte aristocrático interpretó tal vez por eso a mujeres decididas de clase media, resuelta y muy digna. Licenciada en derecho comenzó en la interpretación con Edgar Neville, escribía también en La codorniz y adaptó además de protagonizar la novela de Carmen Laforet Nada que dirigió su pareja.




Fernando y Conchita asisten a Bucéfalo.



Junto a estos actores medio tapados en la filmografía de Edgar Neville también se encuentra Fernando Fernán Gómez destacando el protagonista que hizo en El último caballo (1950). Esta, junto con Duende y misterio del flamenco (1952) son las otras dos películas indispensables de Edgar Neville. La segunda es un documental insólito sobre el folclorismo andaluz donde en los mismos espacios del sur se explicitan los cantes y bailes desde su esencia. El último caballo es bucéfalo, el caballo de Fernando Fernán Gómez (aparte del de Alejandro Magno) que se erige como último estandarte de un mundo que va cambiando y se inunda de máquinas.








Toda una película neorrealista en toda regla que pude ver en Alicante cuando en un seminario que se llamaba «Azorín y el cine» nos la pusieron en pantalla grande. El último caballo era una de las favoritas de Azorín. Un autor que acogió y defendió el cine como arte a tener en cuenta en una época que pocos lo hacían sobre todo los de la generación del 98. Alberti es el otro literato del que recuerdo una adscripción tan fuerte al cine. En el último poema de Cal y canto (1927) aparece la famosa declaración «Yo nací, respetadme, con el cine». Aunque Alberti es de una generación posterior a Azorín.



Azorín llegó a Madrid el mismo año en que lo hacía el cinematógrafo, en 1896. Coincidencia feliz de un hombre que escribió: «En el cine encuentro yo dos cosas: la explicación del tiempo y la comunicación, lícita, con el resto del mundo». Su gran cantidad de artículos dedicados al cine están agrupados en dos libros: El cine y el momento (1953)  y El efímero cine  (1955). El autor de Doña Inés (1925), un  libro que recuerdo como una lectura emocionante por lo de buena «escritura», estaba asombrado y encantado con el nuevo arte: «He visto en tres años unas seiscientas (películas); no es mucho; algunas, deliberadamente o por las circunstancias, las he visto dos, tres o más veces». Esta avidez en aquel entonces donde estaba por aparecer la televisión en España y no se podía contar con la casa para elegir qué y cuándo ver cada cosa da un valor a la cantidad declarada.



Descendiendo por la torre.




Sobre la creación genuina de este devorador de comida que así fue Edgar Neville, tenemos los ejemplos de las películas de la Filmoteca salvo La torre de los siete jorobados que es una adaptación de la novela de Emilio Carrere. Esta última es verdadero cine de misterio. Entradas secretas, situaciones surrealistas, objetos con mucho polvo e historia y seres a destiempo es lo que nos ofrece una curiosa película, pequeña joya del cine español que sigue la estela de esos pocos españoles fantasiosos como fue Segundo de Chomón y con otra intención, más bien estética continuaría Jess Franco.



No es el fantasma de ninguna  ópera.




Cuatro propuestas, cuatro para empezar a curiosear y descubrir que decir que el cine español es malo o «no me gusta», es para los dejados. Las podéis ver en pantalla grande ahora y quién sabe cuándo las podáis volver a ver. Así que yo de vosotros aprovecharía.



Nota 1: Filmoteca de Madrid – Cine Doré. Calle Santa Isabel, 3. Metro Antón Martín.

Martes 20 19:30 La torre de los siete jorobados (1944)
Miércoles 21 17:30 La vida en un hilo (1945)
Jueves 22 19:30 Domingo de carnaval (1945)
Viernes 23 El crimen de la calle Bordadores 20:00 (1946)