Te
leo decir: “Nadie me piensa”. Alejandra, hoy y aquí, yo te voy a pensar. Y veo
que escribes: “Escribo para que me quieran”. Hoy y aquí, yo te voy a querer. Porque
regalas reflejos y porque he atrapado entre tu diario una declaración de amor,
que egoístamente me apropio: “Odio la letra L. En verdad solo amo la A y la M”.
AM-O.
Eres
una mujer llena de aserciones para consigo misma. Te dices fea, trágica, que
eres un despojo humano, una herida. Miedo da contradecirte pero necesitas otras
voces, de otros ámbitos.
“mi rostro? Un cero disimulado”
Alejandra,
te marcaste unas obligaciones, tenías un proyecto, una vocación: morir. Y lo
lograste. Mientras tanto, trazaste otro gran plan: escribir una novela. Esto no
lo lograste.
“Doy poemas para que tengan paciencia. Para
que me esperen, para distraerlos hasta que escriba mi obra maestra en prosa”
Tenías
una hoja de ruta marcada, unos planes a seguir, tu propio listado de cosas por
hacer. Te veo marcándolos con furia y rabia una y otra vez con un color
fosforescente para que no te distraigan otras nimiedades.
“No olvidarse de suicidarse”
Cosas por hacer...
El
ser una persona seria formaba parte del plan, te lo he escuchado muchas veces y
ante todo, la gramática: estudiar gramática. Según tú, desconocías el español y
eso te preocupaba. Era uno de tus caballos de batalla. Era necesario que lo
controlaras para construir esa novela que llenaría los días que te restaban
hasta llegar a los treinta y parar de contar. Y contaste hasta treinta y seis.
“He de
partir/ Pero arremete ¡viajera!”
Tenías
urgencia por escribir en prosa. Pero ¿por qué la profana y prosaica prosa?
¿Dónde se ha visto? Elegir la prosa es como una caída. La prosa es a la poesía,
afirmó Valéry, lo que el andar a la danza. Escúchate Alejandra.
“He aquí lo difícil:
caminar por las
calles
y señalar el cielo
y la tierra”
Es
una bajeza el bajar a la altura de la prosa. Un poeta, una poeta, si escribe
prosa, debe tratar esta de la condición de poeta o rendir homenajes a poetas.
Me lo dijo Susan Sontag mirando a los rusos, en concreto a Marina Tsvietáieva.
Estos realizaban una apología de la jerarquía. No como tú que querías una prosa
simple, buena y robusta. Querías una novela realista y tradicional. Para ti era
el verdadero acto de creación. La sacralizabas.
“contar en vez de cantar”
La condesa según Santiago Caruso.
¿No
te consoló tu condesa ávida de sangre? ¿Y el diario con el que te persigo?
Verdaderamente veo que no lo hace. Incluso tus últimas palabras diarísticas las
dedicabas a esta reflexión. Hoy, pienso en ti y deseo que hubieras hecho como
el personaje sufriente del mal de Montano de Vila-Matas, que se daba cuenta de
que el diario que estaba escribiendo se le estaba volviendo novela. Así
descansarías. Pero entonces sería otro diario, sería un juego y tú querías ser
seria. Seriamente prosaica.
“Pero
hace tanta soledad
que las palabras se
suicidan”
Deduzco
que estás enfadada porque me contestaste y no me he dado cuenta hasta ahora. Tú
piensas que la poesía no eras tú quien la escribía. Ese maldito sufrimiento que
si no aparece no tiene valor nada. El hecho natural para ti era el verso. El
verso era una traducción de tu interior, era algo innato y fácil. Y uno no se
reconoce lo que hace bien y pone el foco en lo que no es, en lo que no tiene,
en lo que no hace, en lo que supone un esfuerzo.
“Escribiendo
he pedido, he
perdido”
Te
pido perdón por dejarme llevar y no respetar tu búsqueda. En el fondo estoy de
acuerdo contigo pero asusta, sabes. Hay que contar con la mentira del lenguaje
y con la impotencia que provoca. Valiente eras y eres porque no eras una pose
que sin pretenderlo, a veces, se hace necesaria para sobrevivir.Solo quería dialogar contigo y darte de nuevo
las gracias por el reflejo que ha provocado que yo descanse, que muchos
descansemos ya que tú no lo hiciste. Me enseñas que habrá que perder el respeto
al lenguaje para ganar una novela.
[Texto publicado originalmente en el número 18 de Obituario]
Hoy
es mi santo, día 26 de julio. Me gusta mi nombre y me gusta el día porque me
gusta el 6. Tengo muchos 6 en las fechas que rodean mi vida. El 7 es arisco,
recto, aburrido y muy difundido. A mí me salen trece referencias con el número
7 desde las siete vidas de un gato a las siete colinas de Roma. Y por lo visto,
a la gente le gusta mucho. Para congraciarme con él me encontré con un libro.
El
encuentro fue por casualidad, por una propuesta de una amiga. La propuesta no
rechazable era la de entrar en la librería Arrebato libros en plena Malasaña
madrileña. A su parte de atrás es a la que me dirijo directamente; donde están
los libros de curiosidades, los infantiles y los de otros idiomas que rodean
una mesa también expositora como los estantes y unas sillas que invitan a ojear
tranquilamente esas maravillas.
Cubierta de Gadir
Y
me encontré con una pequeña obra de Bram Stoker que se llama Cómo el número 7 se volvió loco. El
hecho de ser de Bram Stoker y el hecho de ser un libro infantil; esa combinación
resultó irresistible. Porque el nombre del escritor irlandés está tan vinculado
a Drácula, que él mismo parece que fuera el mismo conde
que escribió su autobiografía. Pero nada más lejos de la realidad, pues no
estamos ante otro caso como el de Johnny Weissmüler. Pero de todas formas, en
mi cabeza,que un tipo como él que debía
adscribirse al 6 (por aquello del número diabólico 666) me hablara del 7 a
través de un pequeño relato dirigido a los niños era cosa de no mirar para otro
lado, comprar el libro y leerlo antes de regalarlo a los infantes de la
familia.
El padre de la criatura.
Al
igual que yo vivo rodeada de seis, el señor Stoker vivió rodeado de sietes. Más
que por teorías numéricas, religiosas o supersticiosas, resulta que andaba
enamorado del 7 porque era su número. Era como una costumbre, un recuerdo, un
amuleto o una curiosidad. Esto es interpretación mía pero tengo datos
oficiales: Bram Stoker nació en 1947, Drácula
la publicó en 1897 y durante los siete primeros años de su vida vivió postrado
en una cama por diversas enfermedades y fue ahí cuando se forjó su imaginación
y su gusto por las historias de misterio y fantasmas que son las historias que
su madre le contaba. El 7 se había instalado en él y escribió esta historia
para que los demás lo quisieran tanto como él lo quería.
El doctor Alfabeto y sus instrumentos.
En
su historia, el siete está falto de cariño, se siente infeliz, maltratado y
solo. Y yo misma era un buen ejemplo de esa gente que no le mostraba cariño. Su
aparición estelar, la del 7, es la de un loco con espumarajos por la boca. Y a
partir de ahí conoceremos, cuando se tranquilice una vez que el doctor haya
usado varios instrumentos entre ellos el horóscopo, las razones que le han
llevado a estar loco. 7 necesita que escuchen su discurso no sin antes beber un
poco de agua y recibir un aplauso de aliento. Se trata de una historia
surrealista y loca en la que se juega tanto con los números como con el
lenguaje. Ese juego en el que están inmersos los niños porque aún la lógica
aplastante de los adultos no les ha cincelado.
Portada original.
Bram
Stoker era escritor pero también era licenciado con matrícula de honor en
matemáticas así que este primer libro que escribió de ficción combinaba
perfectamente estas dos facetas, bueno, al menos este relato del que hablamos.
Pues Cómo el número 7 se volvió loco
era uno de los ocho relatos que conformaban Under
the sunset que publicó en 1881. El libro se editó con ilustraciones
originales al igual que el libro que yo tengo, editado en Gadir aunque en este
caso solo uno de los relatos, el que estamos comentando y con las ilustraciones
de Eugenia Ábalos. Unas ilustraciones que son suaves pero personalísimas, con
niños estilo mini-Boteros y estampados textiles de gran imaginación. El
protagonista Tristón curiosamente a mí me llevó a pensar en Kafka. A ver qué os
parece a vosotros.
Ilustración original del relato.
En
todo caso ya que está en la red os dejo el enlace para poder leer el relato en
inglés. Que lo disfrutéis como niños que es lo que sois o seréis cuando lo
leáis.
El otro día mis lágrimas dibujaron en la luna un galardón. Sarcasmo entonces,
ahora no quiero interpretarlo. El otro día las suelas despegadas de mis
zapatillas crearon una música maravillosa e inesperada al bajar las escaleras. Alegría
entonces, ahora no sé de qué me sirve.
Que
lo desesperante y lo perdido sea al mismo tiempo catarsis y luz. Reciclaje si
no es posible adquirir lo nuevo. Y me viene el recuerdo de una escena. De No amarás (Krótki film o milosci, Krzysztof Kieslowski, 1988) pude haber olvidado
trama, colores, ciertos momentos y personajes pero lo que no olvidé fue la
escena del hielo en la azotea.
Frustración
que necesita catarsis. Harper Lee frustrada echa el manuscrito de Matar a unruiseñor por la ventana y cae en la nieve. Tu mente y tu cuerpo, tu
trabajo y tu persona tienen que contactar con el fulgor de lo extremo, con la
reacción del frío, con la nada del blanco. Aunque sea para volver a caer luego.
Y
sin darme cuenta, ahora mismo, en el mismo momento en que escribo esto, me doy
cuenta de que lo blanco se presentó y ahora duermo con él. Todo muy bonito, muy
curioso, muy simbólico. Ahora a esperar que el símbolo se haga carne. Tal vez
mi paciencia, que tanto coloqué en el bando de los buenos sea mi mayor
obstáculo y sea el malo de la película. Tal vez no sé esperar. Tal vez se trate
de otra cosa. Tal vez ahora tengo que quemarme. Pero en el fondo el frío y el
calor extremo son como el pez que se muerde la cola. Creo que me hace falta un
rayo. Me voy a poner a ello. Voy a atrapar a un rayo.
Era
un reto y un vistazo al estado de la nación de Ana. Así que allá iba. Viaje,
vuelo, recuerdos y necesidad de sobreponer otro viaje, otro vuelo y otros
recuerdos. Bruselas. Que fuera una ciudad francófona fue el detonante de la
búsqueda de arreglo. Al menos Bruselas lo es en su peculiaridad
franco-flamenca. Y la francofonía últimamente juega un papel muy importante en
mi vida igual que en mis conversaciones el verbo madurar. Al comprobar que
entendía bastante y me atrevía a intercambiar alguna que otra frase hizo acto
de presencia el recuerdo del principio de todo. Mi primera palabra en francés
buscada, necesitada y aprendida: SORTIE
(salida). Estaba con 16 años en el laberinto de Alicia en el País de las Maravillas en Eurodisney (viaje de fin de
Instituto) y estaba perdida. Al ver sortie
experimenté el reconocimiento de entender algo fuera de mi idioma. Y ¡qué menos
que una salida! No sé si hice foto a esa palabra, sí recuerdo alguna foto del
laberinto.
Magritte en modo surrealista.
Marzo
estaba siendo muy cristalino (el de ahora, no el de mis dieciséis años) y no
por su claridad y evidencia sino por lo más tangible. En casa se cayó y rompió
el cristal del baño: todo un metro de cristales rotos ocupando todo el espacio.
Acababa de salir yo del baño tres minutos antes. Siete años de mala suerte
anuncian por la rotura de un espejo o buenísima suerte por no habérseme caído
encima. Me acojo a lo último pese a la fuerza de una abuela muy al tanto de los
tiempos de desgracias supersticiosas. Después, hago una visita al pueblo, y
estando sola con mis sobrinas, la mesa de cristal se rompe: añicos, tirita en
el pie de mi sobrina y de nuevo me encuentro recogiendo cristales. De vuelta a
la capital, cosa que nunca me había pasado, se me olvidan las gafas allá.
Demasiadas coincidencias. A ver cómo iba yo a terminar el mes y sobre todo con
un viaje previsto. No ha pasado nada aunque quedan tres días aún para declararme
oficialmente a salvo. Veremos.
A eso hemos venido.
Con
la seguridad de que podría salir de cualquier sitio (sortie) y olvidando los cristales, empecé mi recorrido por
Bruselas. Lo contaré sin orden ni concierto, por la simple ventolera que me dé.
Sí quiero adelantar a aquellos que formaron parte de mi viaje: Jacques Brel,
Chantal Akerman y Emmanuel Carrère. Ellos son los que justifican esta entrada
más allá de mis confesiones íntimas.
Un desayuno con Carrère.
Vida escrita.
Por
azar, por vistazo, por madera, por gente, por intuición y porque hay muchos
lugares para cerveza pero pocos de café mañanero pues me meto a tomar el
desayuno en un bar más tendente al flamenco que al francés. Mucha luz por los
cristales y me siento en la segunda mesa cerca del cristal. La belga que estaba
en la mesa pegada al cristal se va y se sienta una rubia que saca un libro: las
Memorias de Pedro Solbes que ni sabía
que existían. Durante todo el desayuno con el libro abierto delante de ella se
pone a conversar sola con el libro en viva voz. No sé si se estaba preparando
para una entrevista con Solbes, o lo tomaba por inspiración para el próximo
encuentro con la pareja con la que quería romper porque no estaba ella hablando
muy dulcemente pero el caso es que esa era mi compañía. Mientras yo, estoy
leyendo Un roman russe de Emmanuel
Carrère con cuya escritura autobiográfica conecto. Justo cuando me había
sentado para desayunar llego en la novela a un momento inesperado: un momento
erótico. Inesperado era por lo que llevaba leído pero un par de horas antes de
coger el avión había ya leído otro momento similar, esta vez dirigido a mi
persona. ¿Preparación, ambientación, anticipación? El caso es que en Bruselas
mientras yo aprendo palabras francesas de tema íntimo, escucho murmurar un
proyecto de conversación con Pedro Solbes. Contexto europeo done los haya.
Emmanuel tú no sabes lo que has hecho.
Otra
cosa que descubro en el libro es que once palabras, solo once palabras en todas
las 399 páginas del libro de bolsillo que llevo entre manos aparecen en
negrita. Y no por mi inventiva sino por el propio estilo del escritor, me pongo
a pensar que esas negritas quieren decirme algo. Pueden ser un fallo de la
edición, de la impresión pero también un juego que propone Emmanuel dentro de
la novela puesto que ya ha jugado con nosotros: nos ha propuesto otro juego,
nos ha interpelado directamente e incluso nos ha dado su propio mail. Así que
recolecto esas palabras en negrita e intento darle una razón de ser pero no la
encuentro:
PENSER – SUR – PRÈS – AU BORD – FORT – LES – MAINTENANT – RÉELLEMENT – AVANT – TROP – TOI.
Mi
nivel no llega a equilibrar creatividad y reglas gramaticales en francés y me acerco ya en Madrid a un
par de librerías para buscar al menos dos ediciones del libro y averiguar si al
final fue un error de impresión o una intención de escritor. Tres librerías y
solo encuentro mi edición. Invadidos por su novela Lemonov, los estantes no me dejan comprobar nada. Cotilleo entonces
por Internet pero nada encuentro sobre el tema de la negrita. Si alguien tiene
otra edición que no sea la de la colección Folio de Gallimard, que se fije y me
lo diga. O tendré que usar el mail de Carrère y pedirle explicaciones.
¿Me lo cuelgo?
Regresando
al momento desayuno bruselense, llega un momento en que dejo de leer y de comer
y salgo a la calle continuando mi paseo. Entro en un patio interior y alguien
me llama «coucou» y me invita a tomar un café. Acababa de tomarme un café y eso
que no soy muy cafetera, pero pueden más las ganas de hablar en francés. Puede
más eso que tratar con un desconocido, que me invita a un café y cierra la
puerta del bar tras de mí. Así que tomo el café, me tomo la pasta que lo
acompaña, un vaso de agua, hablamos y evidentemente me propone lo que me
propone, me da un beso en la mano, una tarjeta donde escribe su teléfono y yo
digo que tal vez mañana. Como despedida me enseña el lugar y me abre otra
puerta distinta también cerrada con llave. Sigo mi camino como si nada. Al día
siguiente me encuentro con una puerta a la que quiero hacerle una foto porque
me gusta ella sola y lo que lleva inscrito. Estado de la nación de Ana.
Jeanne nos espera en su cocina de Bruselas.
Portal de Jeanne.
El
objetivo más fácil, barato e inusual del viaje era ir al portal donde se
situaba una de mis películas preferidas: Jeanne
Dielman, 23, Quai du commerce, 1080 Bruxelles (1975) de Chantal Akerman.
Once años hacía que me quedé petrificada en la sala de cine ante lo que estaba
viendo. Así que era inevitable que allá fuera. «Voy a ir andando» dije y me
miran extraño. Yo ante la cara de extrañeza calculo que será una hora y lo digo
y digo que no me importa, que estoy acostumbrada. Allá que voy no vaya a ser
que caiga la noche y no pueda verla bien. En veinte minutos llego. Me doy
cuenta de que Bruselas es manejable. Allí que me planto, hago fotos, cojo un
botón del suelo, cotilleo qué comercios hay alrededor. La calle tiene doble
sentido para los coches y delante del portal pasa el tranvía. Cerca hay un
teatro. Leo en el portal el nombre de los que viven allá por si por casualidad
vive allí alguna Dielman o Akerman o cosa así. No es así pero le hago fotos. Ya
satisfecho el portal, recuerdo en la película, el ascensor y los buzones. Tengo
curiosidad por ver el interior, por ver si realmente se filmó allí pero mi
francés no me da para explicar una cosa tan extraña así que ni lo intento.
Baile y cine a modo belga.
Planeando
el viaje miré la programación de la filmoteca, allí Cinematek. Entre tanto ciclo
y cine rumano, griego y georgiano descubro que el domingo proyectarán una
película belga de una pareja que hace un año descubrí y me parecieron curiosos.
Perfecto. Veré Rumba (Dominique
Abel, Fiona Gordon y Bruno Romy, 2008). La entrada cuesta 4 euros. Constato que
Bruselas es más caro que Madrid aunque evidentemente para mí. No para los
belgas que cobrarán un buen sueldo. Entro en la sala y somos siete personas. Se
trataba de una sesión infantil y solo entran dos niñas. Las dos hablan en
castellano cosa que en el centro se constata enseguida: el castellano est partout. Una de las niñas pregunta a
su madre porqué hay tantos adultos. A esta niña y a su madre no les gusta la
película. Yo la adoro. Me parece surrealista y como me cuentan después, los
belgas son muy surrealistas. Constato que Magritte no era una isla, era una
consecuencia. Y no me importa que solo se digan cuatro frases en la película. A mí me pasa esto. Recuerdo que a un amigo alemán de visita por Madrid que quería ver cine español por el idioma, le llevé nada más y nada menos que a ver Tiro en la cabeza (Jaime Rosales, 2008) donde no se dice ni una palabra. No sé por qué hago esas cosas pero parece ser que las hago.
Como yo dejé a mi gofre.
El
gofre llegó el último día. Como no soy muy dulzona yo, pues quedó para lo
último. Pero me lo tomé y con tantas ganas y ahínco que en el primer bocado le
quité al pequeño tenedor que te dan, uno de sus tres dientes. Estuve un rato
intentando no tragármelo. A los dos días de volver a casa, también le quito dos
dientes al gancho para el pelo. Ahora me doy cuenta que es un homenaje que hago
inconscientemente a Rumba. Y me quedo
más ancha que larga.
Como hubiera sido verle...
Pero
uno de los grandes objetivos del viaje era acercarme más a Jacques Brel puesto
que aquí nació. Allí tienen una pequeña exposición sobre él y su relación con
los bruselenses. Emocionada estaba yo por ver las composiciones de su puño y
letra, de saber que escribía de pie, que sudaba a raudales, que para él el
sentido del humor era muy importante y más cosas. Al final del recorrido pues
adquirí las dos películas que había dirigido para ampliar más mi acercamiento a
tremendo artista. Películas que no iba a poder ver en otra parte ya que las
habían editado ellos. ¡Y me las traje! Se trata de Franz (1971) y de Le far west
(1973). Sé que las veré con ojos de admiradora del cantante y menos con ojos
cinéfilos que para el caso es como hay que presentarse.
Cántame lo que tú quieras.
Fue
Brel quien cerró mi viaje pues en el vuelo de vuelta mi cabeza no paraba de
tararear una canción suya. No la escuché en la exposición y no la podía
escuchar en ese momento porque no la tenía en mi i-pod pero me rondaba y mucho. Es ahora cuando me la pongo una y
otra vez: Le prochain amour. De nuevo
me pregunto ¿Preparación, ambientación, anticipación? Evidentemente porque todo lo que viene aunque dure solo un verano
y sea como una guerra…«ça fait du bien d’être amoureux».
Gainsbourg visto por la artista Leticia Gómez Aguado.
He
aquí un recorrido femenino que no parece tener fin: Juliette, Petula,
Catherine, Jane, Anna, Brigitte, Vanessa, France… Todas ellas muchachas
carnales que integraron las palabras que les espetaba Serge y algunas
recibieron la seducción por la palabra de un hombre excesivo en rasgos.
Retrato completo.
Porque
sus rasgos eran realmente excesivos. Todos, hasta el último incorporado: el
cigarrillo Gitanes. Esos ojos que quieren mirarlo todo antes que nadie
recuerdan a los de Picasso y Cortázar; la gran nariz inevitablemente judía y
unas orejas que él mismo definió como orejas de coliflor en la canción Premiers symptomes, configuran un rostro
mítico. Era la boca su rasgo menos sobresaliente visto lo precedente. Lo de
Charlotte viene más bien de la madre y el copyright
de la boca en francés se lo quedó Jacques Brel. Y Serge para compensar esa boca
anclada, se puso a ser bocazas, a provocar y ante todo a seducir.
Y se enamoró de la escultura de Claude Lalanne.
No
le bastaba con las mujeres que podía tocar y se puso a componer ideales
femeninos. Todo un álbum era necesario para cada una: para contar sus bailes,
sus vicios y sus risas. Así Melody y Marilou tuvieron su espacio para su propia
historia con Histoire de Melody Nelson y
L’homme à tête de chou. Historias
inventadas pero muy vívidas. Entre 1971 y 1976 cuando sacó esos dos álbumes la
provocación floreció. En Melody todo es más suave, metafórico y figurado. Serge
la encuentra en un accidente donde averigua que es pelirroja natural y muere en
un accidente de avión. Pero al llegar a Marilou todo se despeña: braguetas,
espermatozoides, pequeño orificio, vomitar, pubis, sexo, y la escena donde ella
tenía «L'un a son trou d'obus, l'autre a son trou de valle» y lo dejamos así
en francés que queda más velado. Marilou muere asesinada a manos de «Serge»
con un extintor y por celos. Con Marilou, visto lo visto, Serge hacía honor
definitivo a su adhesión vianesca.
Boris Vian y su "guitarra".
La
figura de Boris Vian justificaba ampliamente su comportamiento. Había sido el
pionero y su maestro en tales lides osadas y libertinas con la palabra. El
cancionero del siglo XX francés tiene en ambos la voz alterada y alteradora
necesaria. Pero toda revuelta conlleva un choque con lo establecido: las
censuras que recibieron Escupiré sobre
vuestra tumba y Je t’aime…moi non
plus es algo que les aúna.
La
voz áspera de Serge Gainsbourg, que no anda a remolque de la melodía sino que
es su guía, no es la de los cantantes sino la de los que andan más cerca del
pensamiento. Por eso le aíslo a él, aíslo su imagen, me quedo con sus
composiciones y vuelvo a esas chicas del principio. Mezclando ese algo naif que
tienen ellas con las ideas y ocurrencias de él, nos queda una brillante
picardía donde la parada obligatoria final será y es escuchar Sous le soleil exactement de manos de
Anna Karina.
[Texto
publicado originalmente en el número 12 de Obituario] http://obituariomag.blogspot.com.es/
Roman
Polanski ha vuelto a encerrarnos. Así nos maneja mejor. La Venus de las pieles se desarrolla toda ella en un teatro. Un
lugar del que no se puede salir mientras dure la representación. A Polanski le
gusta tenerlo todo bajo control. Le gusta que la energía se concentre; que el
ser humano llegue a un punto donde no pueda contextualizar, donde no entren
aires de sospecha en la realidad única que se forma en el espacio que él ha
elegido.
Esta gente anda estancada.
Los
encierros forzados dan pie a que el conflicto salte pero ¡ojo! hay veces que
ese agente externo que obliga al encuentro ni es tan externo ni es tan físico.
Viendo la película de Polanski me vino a la mente Huis clos, la pieza de teatro de Jean Paul Sartre. Tres personajes
encerrados en una habitación sin espejos y sin ventanas, condenados a mirarse
dentro de ellos y entre ellos para así descubrir que «el infierno son los otros».
Los personajes entran en la habitación y
la puerta ya no se puede abrir. Cuando
uno de ellos insiste y golpea, la puerta se abre pero siguen sin poder salir
porque tienen que estar allí. Y se preguntan
quién les retiene. Algo así como un antecedente teatral de esa gran película
que es El ángel exterminador (1962)
de Luis Buñuel solo que en la película del director maño las razones para la
inmovilidad son más que existenciales, sociales, vistos los personajes.
Vanda, un ser mortal y empapado.
En
la película de Polanski una actriz (Emmanuelle Seigner) llega tarde a una
audición pero aún así consigue que Thomas (Mathieu Amalric) el adaptador y
director de la obra le haga una prueba. Aquí no hay aparentemente un encierro
forzado pero los hados han hablado y han determinado que Thomas reciba una
lección allí en ese encierro. Lo de menos es la justificación que encuentre
Polanski en el guión para hacer que ni Thomas ni Vanda salgan. Para eso está
ahí Vanda. Vanda es al mismo tiempo una mujer de carne y hueso y una diosa. Y
en esa escala están muchas mujeres. Y la actriz Emmanuelle Seigner está en
todas ellas: primero es Vanda, la mujer de carne y hueso que es decidida,
malhablada, enérgica y nada pudorosa aunque necesita de Thomas el director que
le dé el papel en la obra; en segundo lugar es Vanda, el personaje de la pieza
teatral que se llama como la actriz y que es una mujer culta que se presta a
los juegos masoquistas de Severin; en tercer lugar es la diosa Venus venida a
provocar y por último la bacante llena
de lascivia, desnudez y todo el poder para castigar a Thomas. Tantas
encarnaciones demuestran que el personaje femenino no es real. Es una imaginación
de Thomas venida de su trato con la novela. Para él es una enseñanza, un
escarmiento.
El collar del sometimiento ahora es tuyo.
Parte
de ese escarmiento supone ponerse en la piel del otro. Uno tiene que sentir lo
que hace sentir. Vivir lo que le han hecho pasar. Ponerse en el otro lado de la
moneda. Ser el pasivo tras ser el activo. Algo sumamente importante para
Polanski. Aquí es imposible no recordar el cambio de papeles
torturador/torturada en La muerte y la doncella
(1994). En La Venus de las pieles, el
giro es poderoso puesto que el personaje masculino es el director de la obra de
teatro. Él indica dónde colocarse, cómo decir el texto, todo. Después será él
el dirigido y vejado tal como se sienten
muchas mujeres en boca, idea y acción de
los hombres.
Devenir mujer según Polanski.
Ponerse
en la piel del otro a veces es difícil y ayuda con la ayuda del físico, del
vestuario y el maquillaje. Esto bien lo sabía Polanski que ya nos lo mostró en El quimérico inquilino (1976) donde él
mismo se transmutaba en la anterior inquilina poniéndose peluca, tacones y vestido
y pintándose las uñas y los labios. En esa transformación cada ventana y balcón
del vecindario se convertía en un palco teatral engalanado. En La Venus de las pieles Vanda cumple con
lo básico: poner tacones, revolver el pelo y pintar los labios. Thomas se
convierte ahora en Vanda. Lista para ser sometida y vejada.
Mujeres en Venecia dirigidos por estos hombres.
Ni
dirigido ni vejado pero sí superado por la mujer es el personaje de Rex
Harrison en Mujeres en Venecia (The honey
pot, Joseph L. Mankiewicz, 1967) que con razón recuerdo ahora. Cecil Fox
(Rex Harrison) logra montar todo un teatro para jugar con tres de sus ex
amantes con el dinero de por medio y al final es una cuarta mujer la que le
supera como director de escena. Esta es una película más clásica donde los
roles y relaciones entre hombre y mujer aún no se cuestionan, solo es el poder
del dinero. En La Venus de las pieles
el foco principal es la relación de poder pero entre los sexos.
El gran teatro del mundo.
La
película de Roman Polanski no es un mecanismo de relojería como lo es Mujeres en Venecia. No se trata de
encajar todas las piezas unas con otras mientras van desarrollándose y
desvelándose. No se trata de eso. Más bien estamos ante una matrioska.
Se trata de un camino sobre el que no volvemos nunca pero que va
enriqueciéndose al avanzar. Tenemos una novela cuyo autor se basó para
escribirla en la relación que tuvo él mismo con una mujer. Tenemos también una
obra de teatro que Thomas ha adaptado de esa novela. Tenemos finalmente un
hombre y una mujer que están interpretando la obra y al tiempo sus propias
vidas. Todos los implicados aparecen en solo dos personajes. Están dentro de
ellos. De ahí lo de la matrioska.
Preparados para un escarmiento.
Ante
todo este plantel de figuras, las dudas, razones y motivos de los que dan la
cara (Thomas y Vanda) no importan mucho. Está más que justificado que el
espectador no las necesite para disfrutar la obra y no maldecir a Polanski. Primero
porque el sabio Polanski sabe cómo mostrar, cuánto y en qué momento. Y segundo
porque el director nos cuenta la historia como un cuento, una fábula más allá
de la realidad. Por eso entramos en un teatro medio abandonado en un París
desolado, grisáceo, donde un deux ex
machina ha eliminado cosas en la
pantalla mediante posproducción: no hay gente, el cielo es amenazante, lleno de
rayos y relámpagos… Parece que los dioses se están enfadando y van a dar una
pequeña muestra de su grandeza a un mortal. La puerta del teatro, además, se abre sin que
nadie la empuje. Nadie vemos que vaya a entrar salvo nosotros pero una vez
nosotros dentro del teatro vemos aparecer a Vanda, la diosa que ha bajado a la
tierra.
Polanski atento a las distancias.
La última película de Polanski es un ejercicio de estilo que le
sale como si respirara. La prensa francesa la arrincona no sabiéndola ubicar.
Dicen que Polanski está en su burbuja. Para contrarrestar tremenda reflexión va y se lleva el César al mejor director en este 2014. En realidad Polanski hace y deshace y no se deja
llevar. Sí es una apuesta un tanto particular. Pero de eso se trata, de que la
cartelera esté llena de particularidades. Y esta es una inteligente, rica y
entretenida.