miércoles, 26 de septiembre de 2012

Los ojos sin rostro. Fantástica y pura realidad.





Un clásico del terror francés.




Directamente desde el Festival de Cine de San Sebastián donde en su edición número 60 se le acaba de hacer una retrospectiva llega a la Filmoteca Española Georges Franju, quien junto a Henri Langlois fundó la Cinémathèque Française en 1936. Supongo se verán junto a sus películas de ficción, sus cortos documentales aunque advierto que el primero de ellos, Le sang des bêtes (1949) es difícil de ver. Se trata de un recorrido por un matadero muy crudo, muy cruel en el que es imposible no separar la mirada de la pantalla. Pero prometen ser imperdibles los demás sobre todo Hôtel des invalides (1952).



Su segundo largometraje de ficción Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1959), es como una pista aislada en un mapa que ahora tenemos la oportunidad de completar.





Georges Franju en el rodaje.




   
De Los ojos sin rostro se ha dicho que es cine fantástico, poético, surrealista y aún así muy realista. Poético por lo metafórico (perros y palomas como ejemplo objetivo). Parece una contradicción mezclar el adjetivo fantástico con el de realista pero cuando lo vean lo comprenderán. El mismo Georges Franju intenta dejarlo claro: «No me atrae tanto lo fantástico sino lo insólito que hay en la cotidianidad». Ese cine es el que ofrece; un cine posible y por ello más terrorífico.




Quitar...





...y poner.




Los paralelismos que guarda La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011) con esta película son abundantes: un cirujano, una historia con la hija, una mansión aislada, un rostro enmascarado. En definitiva; un yo desde dentro mirando extrañado su imagen. Ambas películas intentan ser ásperas, no entrar en tanto psicologismo e ir al grano como contaban las historias en las películas de serie B aunque estas por necesidad. Se puede afirmar con un casi en el caso de Almodóvar evidentemente, pero su intención se refleja muy bien.





Alida y su sucesora.





El rostro en El proceso Paradine.




El primer rostro que vemos es el de Alida Valli; un rostro, el de la actriz siempre hierático, lleno de  severidad. Un rostro tan concreto, exótico, que hacía difícil su inscripción. En las películas que al pensar en ella me vienen a la cabeza, los directores supieron ubicarla en papeles muy particulares: Senso (Luchino Visconti, 1953), El tercer hombre (The third man, Carol Reed, 1949) o El proceso Paradine (The Paradine case, Alfred Hitchcock, 1947). En esta última su personaje tiene alguna conexión subterránea con el de Louise en Los ojos sin rostro y al igual que en El tercer hombre aquí también la acompañamos con una música rítmica de organillo algo irónica.






Aislada y a la espera.





La música de Maurice Jarre y sobre todo la fotografía de Eugen Schüfftan (cuya siguiente película sería El buscavidas [The hustler, Robert Rossen, 1961] nada más y nada menos) donde los exteriores son al mismo tiempo realistas y poéticos, son el reflejo evidente de lo que nos cuenta. Los árboles secos, sin hoja alguna y puntiagudos, con las ramas como zarpas tanto reflejados en el capó del coche del doctor como en el cementerio, es un correlato directo del escalpelo del doctor. Los exteriores son una extensión del contenido del drama.




Hacia la liberación.




El rostro no solo está ahí para que seamos seres sociales, también está para identificarnos, reconocernos y construirnos. El drama de Christiane, la hija del doctor es la necesidad de una vida interactuada. A ella le han quitado los espejos de la casa pero como ella misma reflexiona, le queda la simple hoja de un cuchillo, la madera barnizada de algún mueble porque estamos rodeados de superficies brillantes.





"Mi cara me asusta. Mi máscara me asusta más".






La mano de obra del doctor.
La máscara o la piel; mi piel o la piel que habito. La dualidad tal vez reflejada en los coches de la película: un dos caballos y un Citroën DS conocido como tiburón. Tenemos el coche oficioso, sin brillo, sin posibilidad de ser espejo, para el trabajo sucio, y el coche oficial totalmente reflectante; el lujo aparentemente recto y moral. Incluso las ocasiones en los que salen, el modo en que son encuadrados y el tipo de plano que se le dedica dice mucho. Todo es información recibida inconscientemente por el espectador. «Lo fantástico está en la forma» declaraba Georges Franju en Cinéma, Cinémas.



miércoles, 19 de septiembre de 2012

El bazar de las sorpresas.



Chico conoce a chica.




Hubo un tiempo de comedias reconfortantes, inteligentes, entretenidas, ingenuas obligatoriamente, mordaces veladamente y sobre todo llena de diálogos certeros, simplemente muy buenos. Ese tiempo era y es el de Enst Lubitsch. Cuando fui descubriendo una  película tras otra me di cuenta de que allí había oro y no podía parar. El bazar de las sorpresas la descubrí, creo recordar, casi al mismo tiempo que su película anterior y posterior. Lubitsch acababa de terminar Ninotchka (1939) con Greta Garbo (el guiño a Ana Karenina es un guiño a Greta Garbo) y la posterior sería Lo que piensan las mujeres (That uncertain feeling, 1941) ambas imperdibles.





Lubitsch al cuadrado y su puro.

The shop around the corner tiene un remake de la era Meg Ryan que dirigió la recientemente fallecida Nora Ephron con el nombre de Tienes un e-mail (You’ve got mail, 1998). Más allá de eso la concisión y claridad de la película de Lubitsch aquí desaparecieron. Entre otras cosas. La película de Lubitsch es imposiblemente aburrida y es incansable de ver una y otra vez.








Felix Bressart y James Stewart.
Desarrollada casi en su totalidad en un único escenario, la película se enmarca en Budapest, Hungría y se terminó en solo veintisiete días. Presenta un pequeño microcosmos en el que cada personaje tiene su historia atrás que conocemos pero que no vemos. Es una historia muy compacta, con mucha cohesión y concisión. Tanto el guionista Samsom Raphaelson como el mismo Lubitsch que realizaron juntos nueve películas trabajaron en una tienda. El mundo ante el mostrador y detrás de él, las relaciones entre los trabajadores, los cotilleos, los murmullos, las confianzas, el miedo a perder el trabajo, los enfados del jefe; todo eso y más. Ese perfil humano es destacable en su cine sobre todo los de la última década. En un libro estupendo, Ernst Lubitsch. Risas en el paraíso, el autor Scott Eyman comenta  a raíz de esta película: «A partir de ahora haría películas sobre la gente que conocía y el hombre que era. La misteriosa química de la edad le fue haciendo menos alemán y más judío; buscaría más allá de la historia, la trascendería, y con ello empezaría a captar el suave pero perceptible aletazo de la vida misma».





El sombrero de Ninotchka.






El retrato de Lo que piensan las mujeres.




Una cajita de música aquí, un sombrero en Ninotchka, un retrato en Lo que piensan las mujeres: siempre algún objeto en juego y una situación repetida tres veces no más como la huída de Pirovitch ante las preguntas de su jefe o la escena de Hamlet en Ninotchka. Son numerosas la cantidad de ideas visuales y de diálogos ingeniosos que nos podemos encontrar en toda la filmografía de Ernst Lubitsch.










Aquí un curioso tráiler de los de antes. De  esos en los que se dirigían al espectador. Frank Morgan, que hace del jefe Hugo Matuschek, inevitablemente unido en mi memoria a El mago de Oz, presenta a los actores y aparece por allí con su puro el mismo Erns Lubitsch.




Momento del rodaje.





Buenas intenciones, reconocimientos y castigos adecuados al talante de cada uno y finales felices. Época navideña e historia de amor. Conociendo de antemano que es ese tipo de películas y sobrepasándolo, lo interesante está en las relaciones, en la estructura, en los diálogos. Y de nuevo las famosas puertas de Lubitsch tras las que hay tanto contenido sin ser visibles, sin ser evidentes. Así lo veía Billy Wilder con el que aprendió tanto y que hizo con él el guión de Ninotchka: «Lubitsch podía conseguir más con una puerta cerrada que la mayoría de los directores con una bragueta abierta».

viernes, 14 de septiembre de 2012

Sally Mann. Fijando el tránsito.






Sally Mann comenzando en familia.





Es un esfuerzo el que hago poniendo solo dos fotografías de las que aparecen en la exposición en este mundo errático porque es de esas cosas que quieres contar y propagar, que se  contagie el entusiasmo. Pero hay que descubrirla puesto que toda la serie titulada At twelve de Sally Mann se encuentra en la galería La Fábrica de Madrid. Y estará hasta el 17 de noviembre. Treinta y cinco fotografías, casi en exclusiva retratos, que realizó entre los años 1983 y 1985.



Toda la serie hace referencia al trámite, a ese impasse donde sobre todos las niñas se están convirtiendo en mujeres. Hay fotografías más diáfanas y otras más recargadas metafóricamente  pero todas montadas, medidas, creadas; unas más inocentes y otras más fuertes, donde  en ningún caso el espectador  se siente como un tonto. Lo dulce y lo escabroso aparece sin que podamos definir las fotografías de esa manera. En su casa, parece ser que junto con su obra, las fotografías que cuelgan de sus paredes son las de Diane Arbus y las de William Christenberry. De la primera, el tema de esa dualidad aunque no simultánea y del segundo el paso del tiempo. Alguien ha llamado a Sally Mann por esto último, «la Faulkner de las lentes».


En Sally Mann, todo esto surge tras detenernos en las fotografías, tras darles la mirada, tras interpretarlas. Como por ejemplo la composición donde la niña está encuadrada entre una pareja y un gato. Son fotografías que puedes disfrutar rápidamente pero si te detienes un momento le sacas mucho más partido.




La cuna y el dedo pero todo lo demás.




Crecer o no crecer. No hay elección.





En Baby Doll (Elia Kazan, 1956), la otra Lolita del cine, la protagonista aparecía tumbada sobre una cuna donde hace tiempo ya que no cabía. Crecer es inevitable. Sally Mann nos propone una especie de fotograma de Baby Doll. Aquí no hay cuna de por medio pero todo lo el ajuar es del mismo tamaño. Tenemos una rubia y un adulto que la va a arrancar por mucho que se agarre, de esa infancia. El tránsito del que hablábamos que al fin y al cabo es una violencia completa en el cuerpo y en la mente de toda persona.


Hay una fotografía que relata bastante de ese cambio. Una niña extiende hasta el tope unas medias para explicitar que ahora eso le toca a ella. Colgadas en un rincón tras ella están los leotardos de algodón, totalmente opacos y en la colcha y sábanas tendidas detrás un par de manchas. La niña se ha hecho mujer. Y nos mira desafiante cosa que casi todas hacen porque una apabullante mayoría de las fotografías presentan a las chicas mirando a cámara y si no es así, es una mirada desviada si cabe más desafiante aún.





Doblemente dejado atrás.




El tránsito es palpable en ellas y algunos objetos que aparecen junto a ellos, sobre todo juegos de la infancia denotan el paso del tiempo, el contraste, pero en dos de ellas aparecen junto a su reflejo mucho tiempo atrás, fotografías antiguas de niñas. El tiempo doblemente enfrentado. Hablando de objetos significativos, son curiosos los zapatos o zapatillas que aparecen sueltos en el suelo, con dueño cercano o sin él. Calzarse para andar seguro, para pisar firme pero también para constreñir la propia libertad del pie. La contradicción de hacerse mayor. Aún no han dado ese paso real. O quizá sea un detalle a reincorporar: que pisemos la hierba, que de verdad sin miedo alguno, que es lo que conseguimos al crecer, andemos.





El final del camino.




El contexto es también mayoritariamente el exterior, la naturaleza. En sus fotografías donde hay pocos interiores, no hay flores sino árboles, hojas, césped rodeando a la persona. Casi salvaje. Es inevitable la hierba, es inevitable que las niñas se hagan mujeres. Esta misma naturaleza  más tarde la acogerá en su serie Body Farm de otra manera, aunque en la serie de fotografías que podemos ver en La Fábrica, una mano en una esquina parece atisbar esta serie que realizó en los años 2000 y 2001. Porque todo crecimiento termina en muerte; todo cuerpo en descomposición.





Partiendo de aquí.







Light Iris. Georgia O'Keeffe.  De las llamadas yónicas.




La acusación que recibió en su país por parte de grupos conservadores de que su fotografía era pornográfica queda fuera de toda opción. El sexo aparece, pero lo hace despreocupadamente, a la manera de como debemos mirar y ser mirados, sin cargas. Aparece sobre todo sin focalizarlo porque la mayoría son de cuerpo entero, donde todo tiene interés, donde si no fuera así,  la mirada, el tema, el tratamiento del tema perdería naturalidad, cosa que formalmente no busca.



Y  para terminar vayan y escuchen la Sally Ann de Rufus de su primer álbum Rufus Wainwright. Una bonita canción como colofón y como homenaje a la artista, por mi parte no por la de Rufus. Es que como la influencia de Rufus es tan grande mientras escribía el texto no me daba cuenta pero escribía en vez de Sally Mann, Sally Ann. Bienvenidas las equivocaciones porque de lo que aquí se trata es de errar.


[At Twelve. Sally Mann. 13/09/12-17/11/12. La Fábrica. Calle Alameda, 9. Madrid.]

jueves, 13 de septiembre de 2012

In the still of the night. ¡Quieto parao!






1959






Hará como unos trece años,  el disco Open Fire, Two Guitars de Johnny Mathis figuraba entre mis escuchas continuas. Los crooners de los cincuenta habían impactado en una. La verdad es que Johnny Mathis era difícil de aceptar: demasiada dulzura, demasiado alargar las vocales pero poco a poco su singularidad tenía que ocupar un lugar y no el de otros. Tal vez, de lo más naif y sereno que he escuchado, bueno, tal vez el honor se lo ceda a Bloosom Dearie.











En fin, que en ese CD, entre sus doce canciones figuraba y figura la canción In the Still of the night de Cole Porter. Un compositor delicado, suave, certero y emocional. Es el gran compositor de la canción popular norteamericana que falleció cinco años después de publicar el álbum Johnny Mathis. La canción en realidad apareció en 1937, en la película Rosalie (W. S. Van Dyke), una película de la Metro-Goldwyn-Mayer para Eleanor Powell para la que compuso la música Cole Porter. Hace mucho que no la escuchaba y hoy nada más llegar a casa tras remojarme la puse porque en el camino apareció en el iPod la misma canción pero se trataba de otra versión. La verdad es que hoy ha sido un día de coincidencias musicales tanto de ida como de vuelta. ¡Han sido tantas señales! Creo que ya he encontrado mi rutina espacial semanal. Renovarse o morir.












Jamás imagine que Iggy Pop surgiera por estos lares pero así es. El dúo de la francesa y el estadounidense es la versión que se me apareció hoy y es completamente particular. Respetando el ritmo de la canción, incluso dilatándola un poco más, sus interpretaciones sin llegar a ninguna estridencia parecen eliminar todo merengue. Clair Obscur es el CD de Françoise Hardy que tiene junto con esta, otras dos colaboraciones; una con Jacques Dutronc, su pareja y otra con Étienne Daho, So sad, muy recomendables todas ellas. Y sí, otra vez Françoise Hardy. Y aviso que no será la última. En menos de mes y medio aparecerá al mismo tiempo y con el mismo título un nuevo álbum y su primera novela de ficción L'amour fou. Para calentar motores ya tengo localizado en biblioteca su libro sobre astrología y pedido en librería su biografía que ella misma escribió y en francés Le désespoir des singes: ...et autres bagatelles. Así sigo forzándome para con el francés después de la compra de películas en francés sin subtítulos. A ver en qué queda todo esto. 





2000