miércoles, 30 de septiembre de 2015

La lucidez de Georges Bernanos


 


Georges Bernanos no puede escribir sin mirar y escuchar.






Los imbéciles me rodean. Más bien quienes señalan a los imbéciles y nadie puede librarse de ser señalado. En solo un par de días leo que Umberto Eco y Javier Marías al hablar de Internet declaran la invasión y organización de los imbéciles. Uno dice que dañan a la colectividad y el otro, que tienen una gran capacidad de contagio. Al mismo tiempo, leo Los grandes cementerios bajo la luna de Georges Bernanos, quien no vivió esto de la red pero sabía de su expansión; la de los imbéciles: «La ira de los imbéciles llena el mundo. Es fácil de entender que la Providencia, que los hizo sedentarios, tenía buenas razones para ello. Ahora vuestros trenes rápidos, vuestros automóviles y vuestros aviones los transportan con la rapidez del rayo». Imbécil es una palabra vertebral junto con la de Terror en esta obra de Bernanos. Imbécil fue también el insulto rápido que me llevé durante unas vacaciones por parte de una amiga que también recogí por escrito en mi diario de viaje.

 
 

Imbécil de mi puño y letra.
 
 
 

De estas cuatro declaraciones nos quedamos con la de Bernanos por su propio peso. Imbécil se escribe exactamente igual en francés que en castellano así que no hay posible error de traducción en la obra del escritor francés. Bernanos quería escribir «imbécil» y quería dirigirse a los imbéciles. El interlocutor de Georges Bernanos son los franceses. El tema, la guerra civil española que vivió durante sus primeros meses en Porto Pi, un pueblecito a orillas del mar a cinco kilómetros de Palma. Allí vivía. Allí había escrito en 1934 Diario de un cura rural. Allí apoyaba en cierta manera a la Falange Española. ¿Pero qué pasó a partir del día del alzamiento?
 

No estamos acostumbrados a reflexiones profundas que puedan variar las propias costumbres ni a instantes de lucidez que nos obligan a romper con antiguas ideas o que impliquen un esfuerzo moral. Incluso con desastres evidentes, nuestra conmoción no llega ni a arañar la inmovilidad de ciertos usos. Los grandes cementerios bajo la luna es una metralleta de inteligencia contra el fascismo. La injusticia que allí vio, la sangre derramada, la crueldad y la impunidad de los delitos que vio, le hizo cuestionarse muchas cosas. Bernanos destaca por eso, por su rabiosa sinceridad en esa su nueva toma de postura. No se vende como un nuevo abanderado de la libertad y sabe que lo llamarán anarquista por lo que defiende, pero ante todo, necesita llamar imbéciles a todos los bien pensantes, a ese estado social que hace dóciles a los ciudadanos; cosa que para él es un crimen. Él, monárquico y católico, no gustará a todos pero desarma y consigue que le escuches porque quien habla sin venderse al mejor postor tiene nuestra emoción y percepción activadas.  Simone Weil, desengañada de la Guerra Civil en la que participó uniéndose a la columna Durruti, le escribió una carta a Bernanos tras leer Los grandes cementerios bajo la luna: «Usted es monárquico, discípulo de Drumont: ¿qué me importa? Usted me es más cercano, sin comparación,  que mis camaradas de las milicias de Aragón, esos camaradas a los que, sin embargo, yo amaba».




Simone Weil miliciana.






Bernanos en sí mismo era y es una de las voces más lúcidas y desinteresadas. No se entiende que no esté en boca de todos: «Ni soy, ni he sido, ni seré nacional, aunque el gobierno de la República me dispense un día funerales con ese nombre. No soy nacional porque me gusta saber exactamente lo que soy y la palabra nacional, por sí sola, es absolutamente incapaz de enseñármelo». La lucidez es un esfuerzo que quiere mantener cueste lo que cueste incluso con la angustia y repulsión que siente. Tampoco quiere que le etiqueten de irreprochable ni que figure como un emblema para nadie, llegando a rechazar en tres ocasiones la Legión de Honor y el Ministerio de Cultura. Incluso rechaza ser escritor, cosa que no podemos tomarnos como una boutade ni como falsa modestia: «No soy un escritor. Me angustio al ver una hoja de papel en blanco. El recogimiento físico que requiere este trabajo me resulta tan odioso que hago lo posible por evitarlo. Escribo en los cafés, a riesgo de que me confundan con un borracho, y acaso lo sería si las poderosas repúblicas no gravaran con impuestos, implacablemente, los alcoholes consoladores».





Antonin Artaud, hermano lúcido de Bernanos.
 

 

La prosa de Bernanos es hiriente pero no por insultar banalmente. Sí encontramos casos como « ¿Sois idiotas u os lo hacéis?» pero en realidad, es violenta verbalmente porque está llena de razones. Es una violencia sincera tal cual él se muestra a su vez, sincero con lo que es, lo que vio y lo que piensa. Artaud, en 1927 le llamó su «hermano desoladoramente lúcido». Bernanos apoya el abucheo, a los vocingleros y a la revuelta de la gente denunciando al tiempo el doble rasero con que se miden las reacciones. En varias ocasiones denuncia esa desigualdad. La última queda clara: «Es así cómo esas ventosas repugnantes chupan la sangre a nuestro pueblo, pero la prensa de derechas se confabula para callar un hecho de todos conocido. Esta reserva puede tener varios motivos. Solo mencionaré el principal: las ventosas obran en silencio. Basta con eso para las personas de orden. En cambio, piden que se reprima a los vocingleros. El que grita mientras le desangran es un anarquista que no merece el perdón». Desenmascarar ciertas dualidades es casi una constante que aparece desparramada por el libro: patriota/nacional, analfabeto/ignorante, justicia para el amo/justicia para el esclavo, sociedad/estado de cosas, usos/costumbres, ira/miedo, fácil/sencillo, opinión/argumentos, etc.
 

El libro es una reacción ante lo que vio en Mallorca cuando empezó la guerra civil pero es mucho más que eso si es que no fuera suficiente. Es una denuncia de ese presente, de la asquerosa connivencia de la Iglesia con los crímenes de los sublevados y un aviso de lo que vendrá a sus contemporáneos franceses y al mundo en general. El libro lo escribe durante su estancia en Mallorca y tras abandonar la isla, y lo publica en 1938 cuando aún no había acabado la Guerra Civil y todavía no había dado comienzo la II Guerra Mundial. La reflexión está llena de comparaciones y referencias a la política francesa y a su historia. Esa concreción, a un lector español no le distancia sino que forma parte de una enseñanza, porque esos nombres propios representan unas ideas y unas consecuencias que podemos ver muy bien. Se trata de la conciencia y el contexto de un francés puestos sobre la realidad de nuestro país. Esa mezcla es un punto de vista posible y muy necesario. Sobre todo porque Bernanos alerta de un par de cosas a su país: que lo que está sucediendo en España se expandirá más allá de sus fronteras y que Europa tiene mucho de culpa en este tema: «Detrás del general Franco encontramos a las mismas personas que fueron tan incapaces de servir a la monarquía, para acabar traicionándola, como de organizar una república, después de contribuir durante mucho tiempo a su llegada; los mismos, es decir, los mismos intereses enemigos, agrupados momentáneamente por el oro y las bayonetas del extranjero ¿y llamáis a eso revolución nacional?».



 

Dos libros hermanados.




 

Esta mezcla franco-española en realidad la descubrí gracias a una novela de Lydie Salvayre, Pas pleurer que se llevó el premio Goncourt en el 2014 y está traducido en Anagrama. La autora, hija de exiliados españoles que se instalaron en Francia, recoge el testimonio y reflexión de Georges Bernanos y lo entrelaza con el testimonio de su propia madre que le cuenta sus vivencias desde el estallido de la guerra hasta su exilio. Emocionante novela que se disfruta enormemente leyéndola en su idioma original, el francés, no por pose mía sino porque la obra se sustenta por la mezcla de los dos idiomas. El francés estructura y narra, y el castellano surge para dotar de intensidad a ciertas consignas, palabras de rabia, retazos de poemas o canciones: «patada en el culo», «joder», «fachas», «coño», «paseos», «novio», «pesetas», «A mis soledades voy, / De mis soledades vengo»,  etc. También está su madre con ese particular francés que la autora llama fragnol. La autora confesaba en una charla que de niña tenía vergüenza de esa manera de expresarse de su madre y que hasta la adolescencia no empezó a apreciar el español. Agradece, a día de hoy, esa mezcla de las lenguas, esa libertad de acoger a la lengua migratoria (en realidad más a pie de calle que a nivel académico), que hace que las lenguas a día de hoy sean más generosas que los hombres. Incluso equipara el lenguaje de su madre con el de Bernanos por ser un lenguaje vivo, agresivo y a veces vulgar, cada uno con sus respectivos referentes culturales: las pinturas negras de Goya y Rabelais.






Giacometti esculpe el "tirar hacia adelante".
 

 

El título de la novela de Lydie Salvayre, ni aparece ni se explica en su interior pero hace referencia a esa resistencia y fuerza, a esa queja oculta por el simple hecho de tirar hacia adelante. La autora afirma que el título lo cogió de un poema de Marina Tsvietáieva de 1926 escrito en su exilio en Francia.

 

No, eso no.
Llorar, eso no. No
Llorar.

Nosotros, hermanos,
pescadores errantes
bailamos –no lloramos.

Bebemos, no lloramos.
Con sangre ardorosa pagamos
-no lloramos.

Hundimos en el vino
las perlas –somos reyes
del mundo –no lloramos.

 

A su vez, el título le lleva directamente a una escultura que representa ese tirar hacia adelante. La escultura de Alberto Giacometti, El hombre que camina, captura el instante constante del movimiento, del andar hacia adelante con decisión, como una inercia de las piernas aunque los brazos cuelguen y no ayuden en el avance. Ese avance es el que realizó Montse, la madre de Lydie, el 20 de enero de 1939 cuando salió de su pueblo catalán y cruzó la frontera con Francia. Dejó atrás su gran momento de felicidad al descubrir la libertad en Barcelona, felicidad que se truncó al volver al pueblo y sus costumbres y verse sorprendida por la guerra, tras lo que emprendió un camino hacia adelante. Solo un par de meses después de que emprendiera el camino Montse, la poeta rusa, Tsvietáieva, escribía otros versos muy vinculados a nuestra historia y, ahora sí, con lágrimas en los ojos. Los acontecimientos habían ido cada vez a peor y solo dos años después terminaría suicidándose.


 

Lágrimas en los ojos:
¡de cólera y amor!
Está Chequia llorando
y España ensangrentada.


Los grandes cementerios bajo la luna debería formar parte de nuestra educación junto con la carta que le dirigió Simone Weil a Georges Bernanos en 1938. Dos figuras cada una de un bando que desenmascaran los motivos y crueldades de la Guerra Civil.  Sin excluir a otras muchas, la lectura de ambas nos explica social y políticamente cuál era el gran caldo de cultivo de la Guerra Civil, te hace ser consciente del mal en el ser humano, que las guerras son al fin y al cabo guerras de mercenarios, que el miedo es el verdadero enemigo: «Solo se mata por miedo, el odio no es más que una coartada»… Que tal vez, estas lecturas nos hagan conscientes del esfuerzo continuo que debemos poner en experimentar la convivencia: «Escribo en las mesas de los cafés porque no podría pasar mucho tiempo alejado de la cara y la voz humana de las que creo haber intentado hablar noblemente». Mirarnos y escucharnos en definitiva.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Forzando el recuerdo



Acabo de terminar un artículo sobre un viaje a Marsella que pronto se publicará. Quería acordarme de cosas incluso de las que no había visto por una necesidad de aprovechar el viaje, por una necesidad de crear recuerdos y sobre todo por una necesidad de no perderlos. Y últimamente por lo que leo, por lo que me cuentan, por mi esfuerzo, estoy recuperando algunos de esos recuerdos.


Tengo el recuerdo claro en dos ocasiones y eso no significa que no pasara más. Escribía en una libreta corriente, de tapa roja y dura con hojas cuadriculadas. En esa época eran así. Más tarde me hice de las de una línea y ahí sigo. Recuerdo esas dos ocasiones en que escribía enrabietada cuando algo quería cambiar, cuando había que dar un paso más allá del simple pensamiento y repetía, maquinalmente, con un bolígrafo, consignas. Me interpelaba. Recuerdo que me daba instrucciones, deseos en forma de mandatos. Y tenía que ver con el deseo  de salir de donde estaba, de cambiar, de descubrirme otra distinta a la que estaba allí conmigo y que no se asomaba en el día a día. Tendré que ir a ver si todavía existen esas libretas que eran restos de las libretas del instituto que no llegaba a completar y ver qué es lo que escribí realmente. Estaba comenzando la salida. Justo este verano descubrí un escrito mío anterior, más narrado, más extenso, donde no hay interpelación, no hay llamada a la salida sino constatación de una derrota. Es, era, el paso inmediatamente anterior. 







La constatación de la derrota de una adolescente.







Yo no recuerdo querer escribir, ni escribir siquiera, salvo esos pequeños arrebatos. Yo he sido, si es que lo soy, una escritora tardía, igual que fui una lectora tardía…incluso una portadora de sujetador tardía. Mis primeros escritos en un diario con hojas de color azul eran banales desencuentros con las amigas y algo que me importaba muchísimo: las veces que iba al baño a hacer pipí. Las contaba y las anotaba. Estoy cómoda con ser tardía. Más joven era un inconveniente, ahora es una ventaja. Siempre he intuido como tardía que soy, que mi madurez sentimental vendrá cuando tenga cincuenta y tantos años. Podéis pensar que es una excusa para no apostar ahora por las cosas o una justificación ante mis fracasos. Yo no lo veo así. Acumulo experiencias y esas experiencias no forman parte de un regodeo lastimoso del pasado o del presente. Estoy en un momento donde hago caso a Spinoza, ese enemigo de las pasiones, que preconizaba que más que reír o llorar es preferible comprender. Lo que no sé es cuánto durará este momento.


Asumido lo de ser tardía, otra confesión que expando es que siempre me ha sido difícil saber para qué servía o qué me gustaría hacer. Estoy en ello. Y a medida que avanzo descubro que en lo que pongo últimamente energía o se me da bien es algo que antes ya había apuntado. Por ejemplo, el francés. Tras cuatro años estudiándolo me fijo que en mi casa del pueblo tengo alguna novela en francés que compré hace muchísimos años cuando no entendía nada de nada el idioma. También compré un libro de gramática y un diccionario y recordé cómo palabra por palabra intentaba saber si era un verbo, un sustantivo o un adjetivo. Y hay más. En mi pueblo, una francesa casada con uno de allí me daba clases particulares de francés. Y en la universidad por las tardes me quedé algún tiempo a un curso de francés. Todo esto lo rescato de mi memoria ahora mismo porque no hubo continuidad, todo lo que aprendiera entonces fue enterrado. Ahora lo resucito. Recuerdo que la profesora  de esas clases universitarias era morena y que salió en clase el adverbio “autant” y yo dije en plena clase que yo conocía a un director de cine que se llamaba Claude Autant-Lara. Dios mío lo pedante que en realidad puede que fuera cuando yo me sentía la más estúpida del mundo mundial. Tal vez por eso me atreví a hacer ese comentario; para sentirme un poco menos estúpida, menos ignorante. La fuerza de la censura hace que hagas lo que hagas te haces sentir estúpida.


Llevamos dentro intereses, ganas, gustos, ideas que no es sino más tarde, cuando el contexto o tu energía son los adecuados, cuando salen a la luz. La idea de escribir no era más que una idea que se verbalizó pero no se hizo carne. Así que ahora espero que fuera otra de esas cosas que inconscientemente podía hacer, a pesar de que no lo hacía, ni nada podía demostrar que podía hacerse realidad. Y por qué no seguir con la idea e imaginarse escribiendo ante una enorme cristalera que me dejase ver el mar a modo Lillian Hellman o Joan Didion.




”Mientras escribo esto, me doy cuenta de que no quiero terminar este relato. Ni tampoco quería terminar el año. La locura disminuye, pero la claridad no la sustituye. Busco objetivos y no encuentro ninguno”.

                                   El año del pensamiento mágico. Joan Didion.




Estas palabras, las que más me emocionaron de este libro donde relata la muerte de su marido entremezclada con la de su hija, hablan de la escritura misma, de la escritura como fijación de la memoria, del recuerdo. No quiere olvidar a su marido al tiempo que no quiere asumir que ya no está con ella. Terminar el libro que escribe y nosotros leemos sería como asumir definitivamente la pérdida. Resistirse al olvido.





Foto premonitoria: el marido e hija de Joan Didion se le adelantan.




En ciertos momentos de reflexión, de cierto bajón,  mis mayores deseos eran y son vivir; que me sucedieran cosas. Claro está que cuando esos bajones se convertían en algo más serio, yo lo que verbalizaba era que quería no sentir, no sufrir, que todo fuera normal, ansiaba cierta monotonía. Esa dualidad está ahí.
Decía arriba que había escrito sobre mi breve y tranquilo viaje a Marsella y me encuentro ahora por la noche leyendo Lugares que no quiero compartir con nadie de Elvira Lindo. Y le doy gracias por ubicarme en Nueva York. Quiero decir, en ubicarme en el recuerdo de  cuando yo estuve en Nueva York en abril de 2008, concretamente en mis dos últimos días allí porque echo mano al diario de viaje y se corta abruptamente cuando faltan esos dos días. Elvira Lindo lanza un dato y yo capturo un recuerdo; la última mañana que yo estuve en Nueva York paseé por el Meat Packing District. E hizo mi mente un recorrido mental de imágenes y sensaciones que acaban en una foto en el aeropuerto sentada sobre una de mis piernas doblada con los dos brazos hacia afuera y una sonrisa de oreja a oreja. Y ahora sonrío también. Ya os decía que no hago “regodeo lastimoso del pasado o del presente”. El dato que daba Elvira es que allí estaba cambiando el barrio, pues ahora estaban abriendo tiendas de moda. Una de esas tiendas era la de Stella McCartney. Recuerdo que la persona con la que daba el paseo por ese barrio, inconscientes de que se me hacía tarde para coger la maleta e ir al aeropuerto porque ya volvía a Madrid, me dijo lo mismo: me señaló la tienda de Stella y me hizo esa misma observación del barrio. Y ahora me pregunto ¿cómo es que lo sabía? ¿Y cómo me llevaba tan seguro por las calles andando hasta el East Village donde estaba nuestro hostel si él no era de allí? ¿La educación práctica, humanista y amplia de un alemán comparada con la de una española tal vez? Me escudo en eso. También recuerdo pararnos en un parque por allí cerca y hablar de Fassbinder, tema que saqué yo porque él era alemán y a mí me encantaban y me encantan las películas de este director. No todo era tan sesudo. El momento parque fue para Fassbinder, pero el de la comida fue casi en silencio para hacer manitas debajo de la mesa. Sí, si me esfuerzo recuerdo cosas pero ¡quedan tantas cosas en el olvido!




“El día o la noche en que el olvido estalle
salte en pedazos o crepite
los recuerdos atroces y los de maravilla
quebrarán los barrotes de fuego
arrastrarán por fin la verdad por el mundo
y esa verdad será que no hay olvido”

         Ese gran simulacro. Mario Benedetti.





La clave es el viaje. Ahora que viajo poco me doy cuenta de cómo quiero viajar, de que necesito implicarme, fijar recuerdos vitales después de que hayan pasado por la emoción. Ahora creo que la parte  “quiero que me pasen cosas” pasa por el espacio, por mi movilidad externa más que interna. Y eso es un cambio muy positivo créanme. Porque comprendo qué es lo que quiero y estoy en calma. Al menos durante un momento. Lo que no sé es cuánto durará este momento.