jueves, 20 de junio de 2013

Memorias de una joven formal de Simone de Beauvoir.



“MI VIDA SERÍA UNA HERMOSA HISTORIA QUE SE VOLVERÍA VERDADERA A MEDIDA QUE YO ME LA FUERA CONTANDO”.





Tríptico focalizado.





Hace unos años recibí un regalo, un regalo en su verdadero valor. Me regalaron el primer tomo de las memorias de Simone de Beauvoir Mémoires d’une jeune fille rangée (Memorias de una joven formal). Todo un descubrimiento  que se convirtió en una especie de droga que me hacía pedir más y más. Pedirlo podía porque sabía que Simone de Beauvoir  narraba su vida en otros tres volúmenes. Edhasa sólo reeditó el primero que tenía entre mis manos, los demás descatalogados aún estoy esperándolos. Pero menos mal que existen eso que llamamos bibliotecas públicas. Allí encontré los otros. Una lectura que avanzaba con velocidad y una emoción que jamás había sentido en otras lecturas. Pero a más avanzar, más se asentaba la conciencia de que la dicha tenía su final.



“A MI MODO DE VER, NO BASTABA SOLAMENTE PENSAR, NI SOLAMENTE VIVIR: YO SOLO ESTIMABA SIN RESERVA A LA GENTE QUE PENSABA SU VIDA”.



Aún le doy vueltas a qué es lo que me atrajo y aunque me parece estupendamente que aún no se aclare, puedo intuir ciertos motivos. Y son varios. El primero: el relato de vida. Una vida que se vivió y se reflexionó. Una vida que te muestra la búsqueda de una inquietud, la búsqueda de uno mismo en la relación con otros, la búsqueda de la palabra reveladora. Ese glorioso proceso de ir reconociéndose a una misma. Y tras este, la misma escritura. Simone relata con el punto justo de información, poesía, filosofía y relato. Algo que aparece desde el primer momento es que sus emociones y sentidos los traza en relación a los colores. Nace rodeada de rojo, habla de su pasado en cierto momento como una época que ha perdido todo su colorido y de un libro prohibido quiere sacar «el color de su secreto».





La sonrisa del camino propio.





Me sirvió también como fondo cultural, en realidad literario. Si uno quiere, puede seguir en paralelo sus lecturas desde las primeras, infantiles, hasta su mayoría de edad. Andersen le enseñó la melancolía, El aventurero de las junglas la trastornó, en Mujercitas creyó descubrir su rostro y su destino,  La Odisea la leyó «para poner a toda la humanidad entre mí y mi dolor particular» y recuerda la censura de la madre que le cosía con alfileres las hojas que no podía leer como un capítulo de La guerra de los mundos de Wells. Una pequeña muestra de su recorrido puede ser el siguiente: El mono de Zamacoïs, Madame de Ségur, los cuentos de Perrault,  de Madame d’Aulnoy, Julio Verne, André Laurie, los álbumes de Töpffer, Las vacaciones de Madame de Ségur, Alfred de Musset, , Marcel Prevost, Maupassant,  Adam Bede, El colegial de Atenas de  André Laurie, El molino sobre el Floss de George Eliot, Daniel Cortis de Fogazzaro, Gide, Claudel,  Adrienne Monnier, El gran Meaulnes, Etienne  de Marcel Arland, La noche kurda de Jean-Richard Bloch o Mi vida de Isadora Duncan. Pero estos son solo retazos, el recorrido es mayor pero sin la pesadez de los datos como aquí he colocado yo sino con la fluidez de la vida.






La mítica Gallimard.





Memorias de una joven formal se divide en cuatro partes desde su nacimiento hasta la época en que decidió que Sartre no saldría de su vida. Su  infancia la declara dichosa («El color rosado de los caramelos se degradaba en matices exquisitos, hundía mi cuchara en una puesta de sol») pero luego  vendrán los desmoronamientos en la adolescencia. Desmoronamientos muy vivos y marcados, algunos muy  fuertes sobre su soledad y el deseo de morir: «nadie me conocía ni  me quería por completo». En este proceso «había perdido la seguridad de la infancia; en cambio no había ganado nada». Una Simone, que con 17 años se veía desaliñada, palurda, torpe e inepta en las conversaciones mundanas, que no sabía sonreír, atraer, ser ingeniosa, ni hacer concesiones. Todo este cataclismo duró hasta el momento en que se envalentonó, salió a los bares, se censuraba menos, confiaba más y se dijo «pronto viviré de veras».



“EN EL CAMPO ME IMPORTABA POCO ESTAR RELEGADA EN UNA ERMITA: LA NATURALEZA ME COLMABA; EN PARÍS TENÍA HAMBRE DE PRESENCIAS HUMANAS; LA VERDAD DE UNA CIUDAD SON SUS HABITANTES”.




A grandes rasgos se puede decir que lo que construyó su vida fueron sus lecturas, las personas que conoció, la separación de Dios y la familia. Las personas que le marcaron articulan de alguna manera el libro: Zaza, Garric, Jacques, Pradelle, Stépha, Herbaud y Sartre. Otras aparecen como fantasmas paralelos: Simone Weil de la que no supo aprovechar su encuentro en la Sorbona y también Lévi-Strauss y Merleau-Ponty durante las prácticas en un liceo.




“QUERÍA A LOS QUE ME RODEABAN, PERO CUANDO DE NOCHE ME ACOSTABA, SENTÍA UN GRAN ALIVIO ANTE LA IDEA DE VIVIR, POR FIN, ALGUNOS INSTANTES SIN TESTIGOS; ENTONCES PODÍA INTERROGARME, RECORDAR, EMOCIONARME, PRESTAR OÍDO A ESOS RUMORES TÍMIDOS QUE LA PRESENCIA DE LOS ADULTOS SOFOCA”.





Su amiga Zaza, triste historia de una muchacha viva e independiente que termina ahogada en las obligaciones familiares y sociales supone su primera conversación seria fuera del ámbito familiar. Su primera relación fuera de la familia. La importancia de esta amiga se ve claramente al terminar la primera parte: «No concebía nada mejor en el mundo que ser yo misma y querer a Zaza». De su profesor Garric bebía sus palabras, lo admiraba y en su primo Jacques, encarnación viva de la inquietud, averiguó sus emociones, el tipo de amor que quería. Le ayudó, aunque con sufrimiento, a descubrir que era refractaria al matrimonio y a la maternidad, que simplemente no los veía en su porvenir. Sintió que «la vida en común debía favorecer y no contrariar mi empresa fundamental: apropiarme del mundo».





La mayor parte del trabajo, en los bares.






Y al final, Sartre: «Sartre no tenía una cara desagradable pero se decía que era el más terrible de los tres y  hasta lo acusaban de beber». Primero citado, luego el intermediario es un dibujo, después el deseo de Sartre de conocerla y su primer encuentro en la habitación del pensador con un gran desorden de libros y él fumando en pipa. A partir de ahí todo el tiempo que no pasaba con él le parecía tiempo perdido. No fue Sartre el que la bautizó como Castor sino Herbaud, amigo de Sartre y de Simone (Beauvoir – Beaver).



Algo que aparece como una constante a lo largo del libro es que hablaba por los codos, contaba y contaba su vida, como una tendencia espontánea. Relataba sus experiencias y sus ocurrencias. Ese rasgo natural mezclado con la consciencia que le dio los años desembocó en que su sueño, desde siempre, fuera escribir una novela de la vida interior. Lo logró y ese objetivo está volcado tanto en su ficción como en su autobiobrafía.



“ESCRIBIENDO UNA OBRA ALIMENTADA POR MI HISTORIA ME CREARÍA YO MISMA DE NUEVO Y JUSTIFICARÍA MI EXISTENCIA”.




Ninguna explicación o cita puede llevar directamente a la importancia de esta obra fundacional. Es la historia de una escritora, de una mujer, de una ciudadana del siglo XX, de una pensadora, de un ser reflexivo que intenta entenderse y entender el mundo en el que vive. A mí me ayudó mucho. Me sigue ayudando en realidad. Es la mano que te acompaña para como ella descubrirnos.