viernes, 13 de abril de 2012

Un lavabo, por favor.



Época de mecanografía en tinta.





Me ha llenado de melancolía para no variar, el ver que se estrena Madrid, 1987 la película de David Trueba que andaba ya meses, pendiente de estreno.  Y no por el viaje atrás de veinticinco  años  que nos propone sino por el baño, aseo, servicio, wáter, tocador o lavabo según sea el gusto del consumidor, que me llevó unos ocho años atrás a recordar a una compañera entonces, a una amiga a día de hoy. Esta amiga decidió que su ejercicio, su pequeño corto tuviera como marco un aseo.  Nuestro profesor, Paco Lucio, un hombre con el que era imposible no sentir cariño, con un gran sentido del humor, de gran sabiduría y demasiada paciencia, respetuoso y cercano recuerdo que no lo aconsejaba. Ese espacio íntimo se unía a trabajar con niños y con animales como cosas que no te ayudan en nada en esto del cine. Pues mi amiga lo rodó y yo estuve allí y luego lo vimos y todos, incluido Paco Lucio se sorprendió en positivo.




María Valverde, una toalla y un aseo.




Pues ese riesgo también lo ha corrido David Trueba muy admirado a su vez por mi amiga. Su última película transcurre casi en su totalidad en un baño donde dos personajes inevitablemente tienen que estar ahí con una toalla como único material contra el pudor. Fui a verla cuando la pasaron por la Filmoteca para esto de las votaciones de cara a los Goya, por la curiosidad de cómo lo resolvía. Pero la película me desilusionó. Es áspera sobre todo por unos diálogos que aunque tengan ingenio llegan a saturarte y a no poder escuchar por más tiempo ni a José Sacristán ni a María Valverde pues parecen dos guiñoles, dos tipos, dos trazos en una libreta y en un megáfono. La película se mostró allá en Utah en el Festival de Sundance y ahora se estrena en España. Periodismo, Madrid en verano y «conflicto» generacional. Una rara avis que no sé porqué me resulta incómodo criticarla pero en el fondo no convence en nada.





La belga Amélie, concisa en su estupor.





Y justo ahora termino de leer Estupor y temblores de Amélie Nothomb donde los servicios de una empresa japonesa se erigen en espacio protagonista. A la pequeña novela de la autora belga me acercaba con resistencia ya que mi único acercamiento con Mecánica de los tubos no dejó ningún poso en mí,  pero Estupor y temblores es una obra concisa, con un ritmo perfecto donde se nos desvela mucho del mundo japonés en un espacio reducido como es el de una empresa japonesa desde la mirada de una europea. Es como un pequeño mecanismo de relojería donde con cuatro o cinco personajes, dos despachos y un aseo y un año mecánico a su vez te sumergen en una obra que se mueve con humor entre lo absurdo y la sorpresa.  La novela es un proceso de degradación tal que termina en los servicios.




La soledad del portero al fondo.
La novela de Amélie me llevó inevitablemente a El último (Der Letzte mann, F. W. Murnau, 1924), una de mis películas preferidas del cine mudo si no lo es más. No hay intertítulos y el espectador no los necesita, no los echa de menos. Fue la primera que se hizo así y más allá de este detalle es una película tan hábil para contar una historia a través de imágenes que te quedas enganchado literalmente a la pantalla observando unos movimientos de cámara tan modernos, una tensión y una emoción que son difíciles de igualar. Hollywood fue verla y querer tener en su nómina al alemán y claro, luego llegó e hizo Amanecer (Sunrise, 1927), otra maravilla. Pero volviendo a El último, aquí Emil Jannings empezaba en la entrada de un gran hotel para terminar (en el final del director que no de la productora), en los servicios. Aquí si es un espacio total de degradación, la película muestra ese proceso. En la novela de Amélie Nothomb la gracia estaba en la aceptación de la protagonista de ese bochorno, de esa degradación porque ella está ahí de paso, con perspectiva, como una entomóloga: es joven, es europea y saldrá de allí. En la película de Murnau el protagonista no tiene salida, es un anciano, está en su tierra y no saldrá de allí.









Reducir una historia a un solo espacio es un riesgo que cuando sale bien se disfruta. El resultado es más rico, más metafórico. Fue el caso de La soga (Rope, Alfred Hitchcock, 2008) y en otro extremo el corto Saute ma ville (1968) de Chantal Akerman que os dejo aquí arriba. El extremo, extremísimo extremo puede ser el ataúd que ideó Rodrigo Cortés en Buried (2010). De todas formas volviendo al aseo, a no ser que sea el antaño tocador hollywoodiense donde  el wáter estaba mal visto hasta nombrarlo, es un buen lugar para asesinatos, líos pasajeros, drogarse y demás. Pero se trata en pequeñas dosis. Son pequeñas escenas de paso a la que pocos se adscriben a darle más metraje. David Trueba lo ha hecho y evidentemente era un riesgo. Pero confío en que alguien llegue más allá. Recuerdo que cuando se estrenó Asuntos privados en lugares públicos (Coeurs, Alain Resnais, 2006), me imaginé una serie de escenas y encuentros de personajes en unos deslumbrantes aseos, pero no, no era eso y maldita la desilusión. Supongo que mi relación con el aseo o baño no es por nada escatológico sino porque ese era un lugar en el que me concentraba mucho para estudiar. Claro está, cuando no vivía en una gran ciudad, pues ahora no puedo tumbarme, ni siquiera sentarme para retener mínimamente nada. 

1 comentario:

Mr. Blood and Mr. Motherfucker Sunflower dijo...

Vaya recorrido tan bonito que me acabo de patear... Ha sido un placer meterse en el baño contigo, bueno y con ellos.
Ahora toca tirar de la cadena, limpiarse un poco las manos y retocarse el moño. Nos vemos fuera.