domingo, 1 de abril de 2012

Fausto visto por Alexander Sokurov.


Una visión del ansia de poder.



Ahora mismo en cartelera podemos encontrar las dos películas que a nivel crítica se disputaron el galardón en el último festival de cine de Venecia: Fausto (Alexander Sokurov)  y Shame (Steve McQueen). Dos obras antitéticas con propuestas muy claras aunque a esta última se le puede achacar el no aportar nada nuevo y que en el fondo respire y destile un aire muy conservador. En el fondo, las dos obras han sido lanzadas y pueden generar mucho debate. El león de oro, el máximo galardón del festival  recayó finalmente en la obra de Alexander Sokurov.


Sokurov y su león dorado.
El cineasta ruso presenta con esta adaptación de Fausto de Goethe, la película que cierra la tetralogía acerca de la naturaleza del poder. Las anteriores Molokh (1999), Telets (2000), Solntse (2005) estaban vinculadas a personajes reales de nuestra historia: Hitler, Lenin y el emperador Hirohito respectivamente. Fausto funciona como el punto de referencia de todos ellos, el punto de fundación, de creación de un mito que presagió lo que vino después. Representa lo que puede desencadenar un ser desdichado e infeliz con ansias de poder.


Mefistófeles.


Sokurov fusiona las dos partes de Fausto y hace una lectura personal centrándose en los detalles, en el contexto, dando primacía total a la corporeidad, al mundo aprehensible por los sentidos: el hedor, la falta de espacio y sobre todo el hambre. Como se dice en un momento de la película, con hambre no hay sentido del humor. Y el doctor Fausto tiene hambre en sentido literal y en el metafórico; busca lo inalcanzable. Es lo que le hace empezar su periplo, la búsqueda de «comida», primero a casa del padre y luego a la del prestamista, personificación de Mefistófeles que de alguna manera le sacia porque este dios infernal conoce el género humano tal como le dice al dios celestial (palabras de Goethe): «El pequeño dios del mundo sigue igual que siempre, tan extraño como el primer día. Viviría un poco mejor si no le hubieras dado el reflejo de la luz celestial, a la que él llama razón y que usa sólo para ser más brutal que todos los animales».


Fausto quiere saciarse.


Los elementos metafísicos que pueblan la historia de Goethe los ha traducido Sokurov en espacios angostos donde a los personajes les cuesta circular: les cuesta vestirse, les cuesta pasar por una calle, por entre las rocas y una miseria y hambre que aunque metafórica como hemos dicho, es muy evidente.


Luz en medio de las tinieblas.


No hay que considerar Fausto como una obra acabada, como un objeto perfilado, sino como una reflexión sobre una concepción del cine particular. La mirada del espectador y su expectativa debe de cambiar aquí; se evita por un lado la frustración y por otro se entiende mejor la propuesta. Uno conoce la historia, el mito y a partir de ahí Sokurov juega formalmente. Encuadra la historia como si fuera un cuento, en una ciudad aislada entre bosques y montañas de la que desde el cielo entramos y saldremos de ella. La historia se presenta envuelta en una bruma, en un rango de color marrón y gris y unas formas que aunque no se rijan por una lógica definen el fondo de la historia: la deformación de muchas de las imágenes, nada nuevo en el director, aplicándoles una anamorfosis, alargando las figuras como si fueran fantasmagorías.


Fausto y Margarita.


Hay que hablar mejor de paleta aunque estemos en otro medio pues Sokurov vincula mucho su oficio con la pintura, incluso confiesa que sus maestros más que cineastas son los pintores de principios del XIX, época que coincide con el momento de escritura de Fausto por parte de Goethe. El director ruso nos sumerge en un sueño o en un delirio. Tal vez mejor en esto último; un mundo anquilosado del que es mejor salir que quedarse tal como representan las figuras que entre las rocas encuentra Fausto, al que agradecen que hubiera sido de alguna manera su «salvador». Pero Fausto es un hombre  que no puede y no quiere luchar contra las circunstancias. No hay otra cosa y ser valiente, honesto, es imposible sobre todo porque al final no le queda otra cosa que querer vivir una pasión. El pacto que realiza Fausto con Mefistófeles viene tras su decepción con la ciencia que no le ha sabido explicar la vida, no le llena, no le soluciona, no le satisface: «Le exige al cielo las más hermosas estrellas y a la tierra los goces más elevados, y sin embargo, nada cercano ni lejano sacia su pecho profundamente agitado».


Una pequeña aportación de Hanna Schygulla.

La clave para el espectador la tenemos en una escena donde Fausto se detiene en el comienzo del Evangelio según San Juan, donde lee: «En el principio era la palabra». Fausto no lo entiende, en el lugar de «palabra» debía aparecer otro término con más enjundia, más profundo. El espectador  no debe preocuparse como Fausto por encontrar otra cosa más allá que la palabra, más allá de la imagen porque la pantalla, la pantalla plana lo contiene todo.

[Texto publicado originalmente en Neosib]

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