sábado, 17 de septiembre de 2011

¡Cuánto quiero a mi muerto!

Recorriendo los pensamientos de Van Gogh en las cartas que le dirigió a su hermano Théo, te encuentras múltiples referencias a pinturas y libros. En cuanto a los libros, lo que resaltaba era la sensación anímica que le reportaba cada uno: «Dios mío, qué hermoso es Shakespeare. ¿Quién es tan misterioso como él? Su palabra y sus modos equivalen a un pincel tembloroso de fiebre y de emoción. Pero hay que aprender a leer, como debe aprenderse a ver y aprender a vivir». Y él colabora en nuestro aprendizaje y así, en cuanto a las pinturas te indica cómo echar una de tantas posibles miradas a un cuadro. Como pieza aislada pero contemporánea de los impresionistas, a través de las cartas de Van Gogh se puede realizar un rastreo de la consideración en el arte de los impresionistas y en esto  aparece Manet, al que quería finalmente llegar. Concretamente  al retrato que Monet realizó a su mujer Camille muerta, en 1879.


Camille Monet en su lecho de muerte,1879, óleo sobre lienzo, Museo de Orsay.

Y me vino a la cabeza las fotografías que realizó Annie Leibovitz a Susan Sontag, no sólo durante el padecimiento del cáncer sino a su cuerpo sin vida. Y recordé que había visto algunas en la exposición que le dedicó la sala Alcalá 31 de Madrid en el 2009 Annie Leibovitz. Vida de una fotógrafa. 1990-2005. Esperaba una reacción en mí de más rechazo, de incomodidad, de censura. Pero lo que recuerdo que me encontré fueron unas fotos, sí, invasivas, crudas, pero con esa mezcla de pasión y frialdad compositiva que la misma Sontag ponía en sus escritos. Las fotografías parecían no sólo retratar a Susan Sontag sino que ella las hubiera realizado. En la fotografía parecía anidar el consentimiento de la escritora. Y recuerdo que el formato de la fotografía era pequeño (algo a destacar viendo el resto de la exposición), cosa que me gustó porque era un descubrimiento íntimo el que se tenía que vivir entre la fotografía y el espectador, que se tenía que acercar hasta el punto que él quisiera. Leibovitz tenía su dilema resuelto pero ahora les tocaba a los espectadores confesarse (a sí mismos al menos y a muchos otros extraños  de alrededor) cuál era su postura moral. Las fotografías mortuorias de Annie Leibovitz son el equivalente al cuadro de Manet, donde el cuerpo de su esposa fallecida está ahí, está su rostro pero las pinceladas violetas casi la borran.  Sí, de acuerdo, un cuadro no es lo mismo que una fotografía donde la invasión personal es mayor, en realidad el cuadro representa, no es la muerte en sí. Pero es que pensamos desde nosotros. Si ahondamos un poco más, ¿no es más cruel el pintor que necesita al menos unas horas, si no días para hacer un cuadro en condiciones con el cuerpo presente, que el fotógrafo que necesita unos segundos? Depende de dónde se pone el acento. Y no sé qué pasaría con una filmación. Por mucho que escarbo en mi memoria no recuerdo imágenes de ningún cineasta donde filmase el cuerpo sin vida de un ser querido. ¿Tal vez a Jonas Mekas se le ocurrió filmar el cuerpo fallecido de un amigo, un familiar en su denso diario? No lo sé.


Muerte de Susan Sontag, 2004.


Cuando el tema es la muerte siempre hay discusión y más si la muerte es profanar algo cercano. Si son sucesos, gente de mala vida, muertos ejemplares o reflejos de una sociedad, la discusión tiene menos aristas. No hay mayor dilema moral (más bien social) en las fotografías que Weegee hacía del ambiente callejero neoyorquino en la primera mitad del siglo XX (sobre todo asesinatos). De este fotógrafo también hubo  en Madrid en el 2009, una exposición en la Fundación Telefónica (Weegee’s New York) e inspiró la película El ojo público (The public eye, Howard Franklin, 1992). Estamos hablando del respeto por el cuerpo presente. Jacques-Louis David sí pintó la muerte de Marat pero evidentemente tras la descripción del relato de los hechos, a la distancia y no frente a él. Leonardo dibujó el cuerpo ahorcado del asesino de uno de los Medici en 1479 pero era casi un servicio social. La reflexión surge cuando un artista profana a alguien cercano. ¿Se puede pasar por encima del dolor personal y dedicarse a dibujar, retratar o filmar el cuerpo sin vida de ese alguien cercano? ¿Todo se justifica en el arte? ¿Qué nos llega de esto a nosotros y qué le sirve al artista en cuestión? Se habla de una especie de terapia, de forma de despedida, de muestra de un amor fou. Fue hasta hace poco habitual fotografiar a los muertos, y más si eran niños porque no se tenía aún ninguna fotografía de ellos en vida y había que guardar un recuerdo. Yo he visto algunas de estas fotografías y si en cierta época, en ciertas zonas rurales no tenían dilemas morales en torno a eso, ¿porqué ahora sí? El hecho práctico de necesitar una imagen está solventado hoy en día pero, ¿tampoco es excusable en el arte? Más allá de bromear con el tema aquí tenéis la fotografía post mórtem que aparece en Los otros  (Alejandro Amenábar, 2001) y que podéis ver colgada en la cafetería Pepe Botella en el madrileño barrio de Malasaña.



Mateo Gil, Amenábar y otro, figurantes en Los otros.

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