lunes, 26 de noviembre de 2012

La folie Almayer de Chantal Akerman






Almayer escuchando música.








El comienzo y el mar en La captive.
Desde hace ya mucho tiempo, el cine no es únicamente contar una historia, es la sensación que provoca esa historia, la reflexión sobre nosotros, la emoción tangencial. No es extraño que la necesidad de hacer cine de la directora Chantal Akerman naciera con Godard, el gran reflexivo. Y Chantal reflexionó visualmente con su propio cuerpo, con su propia voz, con sus propios orígenes. La folie Almayer (2011) no responde al caso, aunque en un pequeño momento de la película encontremos su voz tan reconocible. Estamos ante una película de ficción. La última que hizo así fue La captive (2000). Ambas películas comparten el mismo protagonista, Stanislas Merhar. Incluso se puede afirmar que Almayer, su personaje en La folie Almayer es una extensión de aquel otro personaje suyo, Simon. Ambas películas además son adaptaciones libres: la primera de Marcel Proust y la segunda de Joseph Conrad. Pero no acaban aquí las similitudes. La captive abrió en parte un nuevo espacio abierto en Chantal, donde el mar se ha convertido en protagonista. El mar era puntualmente importante en La captive y es presencialmente importante en La folie Almayer. Y entre medias ahí están Là-bas o el fragmento «Tombée de nuit sur Shanghai» en la película colectiva O estado do Mundo (2007). No es un mar liberador sino un marco físico que marca las distancias. Como ver la salida y no poder tomarla, aquí más que nunca. Y aunque hay varios paseos para no echarlos de menos en una película de la directora belga, es el barco en el agua el que hace la función de esos paseos. Aquí el terreno es húmedo, todo es lodo, agua encharcada.





Almayer no mira a nadie.






Nina nos mira y nos canta.
La película se desarrolla en Malasia donde Almayer, un europeo ha recaído con la promesa por parte del capitán Lingard de hacerse rico con el oro que allí encontraría. Casado con una malaya, tiene una hija Nina a la que el capitán Lingard se lleva a la ciudad para que reciba educación de blanca. Es Gaspard Almayer el protagonista, aunque un protagonista inactivo, casi un pelele, que va consumiéndose poco a poco, con la mirada más hacia dentro que hacia afuera. Incluso a pesar de su amor declarado a su hija Nina, no la mira, no hay escenas de contacto con ella, es más la necesidad de anclarse a alguien en ese lugar donde no se encuentra a sí mismo. Él reclamó emoción en los ojos de su mujer Zahira cuando él tampoco la tenía. Va ensombreciéndose, incluso los ojos se les van hundiéndose y va empequeñeciendo como vemos en sus holgadas ropas. Soledad ante todo. Y Nina lo deja claro; que el amor de su padre siempre era verbalizado, nunca demostrado con acciones. Son los ojos de Nina los que brillan en la película, los que miran a cámara y los que nos cantan. La mirada es muy importante en la película, las que se dan y las que no se dan. Nina comenta que en el internado le espiaban y le ordenaban no mirar a los ojos, es decir, sumisión. La sumisión o desaparición se mide también por la voz. El objeto amado aquí canta, en La captive también lo hacía Ariane, lo que era motivo de celos, de no-aprehensión, de no posesión y control de la mujer por parte de Simon. Es revelador y no solo a nivel estructural ese comienzo de La folie Almayer donde Nina canta y nos mira.






Almayer en la proa.







La Garbo sí mantiene la mirada.
Tal vez en una película de espacios, de personajes, sea más fácil referirnos a aquellas otras películas que de alguna manera dialogan con ella. Es curioso por ejemplo que me viniera a la mente el final de La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, Rouben Mamoulian, 1933). Ambos personajes enfrentan su soledad ante una pérdida personal y ese final en la proa del barco, esa mirada fija hacia delante de Greta Garbo aunque Almayer no la tiene sí posee ese cuerpo firme, sin perder el equilibrio como si fuera el último aliento y posibilidad de cambiar el rumbo de su vida. Almayer también tiene su plano final como lo tuvo Greta Garbo, claro que a Almayer no se le concede el primer plano porque su mirada no es la de encarar la vida y menos su reacción, nada similar a la de la Garbo.





Fitzcarraldo y su barco.




Marc Barbé (Klaus Kinski).




También en localización asiática y en un ambiente húmedo y de soledad, se encuadraba Una historia inmortal (The inmortal story, Orson Welles, 1968), desarrollada esta en Macao. Es una película que recuerdo muy lejana pero me vino a la mente como un rayo, tal vez por lo de los europeos en decadencia.
Otra más evidente es Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1982). El físico, el contexto y la entrada del personaje del capitán Lingard en La folie Almayer, me llevaron inmediatamente a ese loco Klaus Kinski, metido en empresas imposibles con un enorme barco a cuestas en este caso en la Amazonia peruana. Todos blancos con afán. Y está el contraste musical en ambas. Almayer intenta silenciar las voces de los nativos en la barca entonando a Chopin y casi no la recuerda y Fitzcarraldo con su fonógrafo dirigido a la selva, mediante óperas de Verdi o Puccini. Pero en La folie Almayer la música más presente es el preludio de Tristán e Isolda de Wagner. Tal vez refiriéndose a esa espera de Almayer hacia su hija que debe llegar en barco. No es sorprendente la música, incluso el baile en el trabajo de Chantal Akerman.




Perla y el agua.
Otro referente; La mujer del puerto (Arturo Ripstein, 1990). Tal vez por el tono de color de la película en algunos momentos; ciertos azules que cubrían toda la película de Ripstein, y esa joven, vendida, de un lado para otro, exhibida. Ambas, tanto Nina como Perla, forman parte de un espectáculo sórdido. En el caso de Ripstein, Paz Alicia Garciadiego, la guionista, adaptaba a Maupassant.







Una de mis escenas favoritas es la de la llegada de la barca de Abdullah a la casa de Almayer. Nunca vemos el encuentro, ni la conversación. Es la voz en off que aparece en algunas ocasiones en la película quien contará porqué llega ese barco y cuál es la resolución de esa llegada. Lo importante es la noche, la música, el trayecto, como siempre el trayecto. Y que sigan llegándonos trayectos de Chantal sean sobre cemento, sobre agua, en Bruselas o en Malasia.





Actores y Chantal en Venecia.





Y para terminar un detalle extra-cinematográfico. Nina nos cuenta el tedio de repetir en el internado la famosa primera declinación latina Rosa rosa rosam… Lo hace varias veces seguidas y mientras la escuchaba yo me fui enganchando a la canción de Jacques Brel de tono completamente distinto a la película. Pero bien está terminar con una canción, además de otro belga como Chantal. ¿Por qué no?








No hay comentarios: