Desde hace ya mucho tiempo, el cine no es únicamente contar
una historia, es la sensación que provoca esa historia, la reflexión sobre
nosotros, la emoción tangencial. No es extraño que la necesidad de hacer cine de
la directora Chantal Akerman naciera con Godard, el gran reflexivo. Y Chantal
reflexionó visualmente con su propio cuerpo, con su propia voz, con sus propios
orígenes. La folie Almayer (2011) no responde
al caso, aunque en un pequeño momento de la película encontremos su voz tan
reconocible. Estamos ante una película de ficción. La última que hizo así fue La captive (2000). Ambas películas
comparten el mismo protagonista, Stanislas Merhar. Incluso se puede afirmar que
Almayer, su personaje en La folie Almayer
es una extensión de aquel otro personaje suyo, Simon. Ambas películas además
son adaptaciones libres: la primera de Marcel Proust y la segunda de Joseph
Conrad. Pero no acaban aquí las similitudes. La captive abrió en parte un nuevo espacio abierto en Chantal,
donde el mar se ha convertido en protagonista. El mar era puntualmente
importante en La captive y es
presencialmente importante en La folie
Almayer. Y entre medias ahí están Là-bas
o el fragmento «Tombée de nuit sur Shanghai» en la película colectiva O estado do Mundo (2007). No es un mar
liberador sino un marco físico que marca las distancias. Como ver la salida y
no poder tomarla, aquí más que nunca. Y aunque hay varios paseos para no
echarlos de menos en una película de la directora belga, es el barco en el agua
el que hace la función de esos paseos. Aquí el terreno es húmedo, todo es lodo,
agua encharcada.
Almayer no mira a nadie.
Nina nos mira y nos canta.
La película se desarrolla en Malasia donde Almayer, un
europeo ha recaído con la promesa por parte del capitán Lingard de hacerse rico
con el oro que allí encontraría. Casado con una malaya, tiene una hija Nina a
la que el capitán Lingard se lleva a la ciudad para que reciba educación de
blanca. Es Gaspard Almayer el protagonista, aunque un protagonista inactivo,
casi un pelele, que va consumiéndose poco a poco, con la mirada más hacia
dentro que hacia afuera. Incluso a pesar de su amor declarado a su hija Nina,
no la mira, no hay escenas de contacto con ella, es más la necesidad de
anclarse a alguien en ese lugar donde no se encuentra a sí mismo. Él reclamó
emoción en los ojos de su mujer Zahira cuando él tampoco la tenía. Va ensombreciéndose,
incluso los ojos se les van hundiéndose y va empequeñeciendo como vemos en sus
holgadas ropas. Soledad ante todo. Y Nina lo deja claro; que el amor de su
padre siempre era verbalizado, nunca demostrado con acciones. Son los ojos de
Nina los que brillan en la película, los que miran a cámara y los que nos
cantan. La mirada es muy importante en la película, las que se dan y las que no
se dan. Nina comenta que en el internado le espiaban y le ordenaban no mirar a
los ojos, es decir, sumisión. La sumisión o desaparición se mide también por la
voz. El objeto amado aquí canta, en La
captive también lo hacía Ariane, lo que era motivo de celos, de no-aprehensión,
de no posesión y control de la mujer por parte de Simon. Es revelador y no solo
a nivel estructural ese comienzo de La
folie Almayer donde Nina canta y nos mira.
Almayer en la proa.
La Garbo sí mantiene la mirada.
Tal vez en una película de espacios, de personajes, sea
más fácil referirnos a aquellas otras películas que de alguna manera dialogan
con ella. Es curioso por ejemplo que me viniera a la mente el final de La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, Rouben Mamoulian, 1933).
Ambos personajes enfrentan su soledad ante una pérdida personal y ese final en
la proa del barco, esa mirada fija hacia delante de Greta Garbo aunque Almayer
no la tiene sí posee ese cuerpo firme, sin perder el equilibrio como si fuera
el último aliento y posibilidad de cambiar el rumbo de su vida. Almayer también
tiene su plano final como lo tuvo Greta Garbo, claro que a Almayer no se le
concede el primer plano porque su mirada no es la de encarar la vida y menos su
reacción, nada similar a la de la Garbo.
Fitzcarraldo y su barco.
Marc Barbé (Klaus Kinski).
También en localización asiática y en un ambiente húmedo
y de soledad, se encuadraba Una historia
inmortal (The inmortal story, Orson Welles, 1968), desarrollada esta en
Macao. Es una película que recuerdo muy lejana pero me vino a la mente como un
rayo, tal vez por lo de los europeos en decadencia.
Otra más evidente es Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1982). El físico, el contexto y la
entrada del personaje del capitán Lingard en La folie Almayer, me llevaron inmediatamente a ese loco Klaus
Kinski, metido en empresas imposibles con un enorme barco a cuestas en este
caso en la Amazonia peruana. Todos blancos con afán. Y está el contraste
musical en ambas. Almayer intenta silenciar las voces de los nativos en la
barca entonando a Chopin y casi no la recuerda y Fitzcarraldo con su fonógrafo dirigido
a la selva, mediante óperas de Verdi o Puccini. Pero en La folie Almayer la música más presente es el preludio de Tristán e Isolda de Wagner. Tal vez
refiriéndose a esa espera de Almayer hacia su hija que debe llegar en barco. No
es sorprendente la música, incluso el baile en el trabajo de Chantal Akerman.
Perla y el agua.
Otro referente; La
mujer del puerto (Arturo Ripstein, 1990). Tal vez por el tono de color de la
película en algunos momentos; ciertos azules que cubrían toda la película de
Ripstein, y esa joven, vendida, de un lado para otro, exhibida. Ambas, tanto
Nina como Perla, forman parte de un espectáculo sórdido. En el caso de
Ripstein, Paz Alicia Garciadiego, la guionista, adaptaba a Maupassant.
Una de mis escenas favoritas es la de la llegada de la
barca de Abdullah a la casa de Almayer. Nunca vemos el encuentro, ni la
conversación. Es la voz en off que aparece en algunas ocasiones en la película
quien contará porqué llega ese barco y cuál es la resolución de esa llegada. Lo
importante es la noche, la música, el trayecto, como siempre el trayecto. Y que
sigan llegándonos trayectos de Chantal sean sobre cemento, sobre agua, en
Bruselas o en Malasia.
Actores y Chantal en Venecia.
Y para terminar un detalle extra-cinematográfico. Nina
nos cuenta el tedio de repetir en el internado la famosa primera declinación latina
Rosa rosa rosam… Lo hace varias veces seguidas y mientras la escuchaba yo me
fui enganchando a la canción de Jacques Brel de tono completamente distinto a
la película. Pero bien está terminar con una canción, además de otro belga como
Chantal. ¿Por qué no?
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