jueves, 26 de abril de 2012

Mr. Bojangles: un baile nunca está de más.










Mr. Bojangles hace referencia a un hombre de carne y hueso que a mitad de los sesenta se encontró en la cárcel el autor de la canción. El cantante de country Jerry Jeff Walker estaba encarcelado por ir ebrio y en la cárcel conoció al citado Bojangles, nombre de guerra de un ajado hombre blanco de historia triste y ropa gastada. Allí, como la canción cuenta, le narra sus penas para a continuación bailar. La alegría y la tristeza correlativas, que a veces se confunden, se trasponen y donde el límite de una es el comienzo de la otra. La vida es una combinación de contrastes, de opuestos. Jerry Jeff Walker escribió al poco tiempo del encuentro esta canción que tantos y tantos artistas han versionado.






El generador de Mr. Bojangles.





La canción siempre se ha relacionado con la figura de un hombre negro,  bailarín de claqué que acompañó, por ejemplo,  a Shirley Temple en el cine en alguna de esas películas tan, tan lejanas. Se trataba de Bill Bojangles Robinson. Entre esta relación y que Sammy Davis Jr. fuera el que más fama aportó a la canción, la ubicación ya estaba errada. El mismo autor de la canción lo negó.









Mr. Bojangles es una de esas canciones con algo de canción de cuna, con algo de cuento; una historia contada más que cantada. Mezcla exacta de ritmo y letra en una historia que en sus pequeños golpes rítmicos va regresando al pasado poco a poco, como una pugna entre la melancolía del recuerdo de alguien que ya no está y  la tristeza que eso conlleva, y la animosidad del baile, de esa imagen de un hombre bailando, intentando superar su edad, su pena y su recuerdo. Un hombre solitario con su compañía perdida (su perro) y en una cárcel, se pone a bailar para animar el ambiente. Los claros y las sombras de todo en esta vida: pena y superación.





El gran Sammy.






Es una canción que no se dirige al cerebro sino a otra parte nómbrese como se quiera nombrar, y que se filtra en ti. Se te llega a incrustar esa mezcla de ánimo (por el crescendo rítmico) y tristeza (por el tono) que nunca se deja liberar aunque aumente el volumen. Tengo en mi recámara muchas de estas canciones duales. Tanto es así que de una exposición de hace tres años en el MNCARS recordaba sólo la imagen en blanco y negro de un hombre, de nuevo equivocado, bailando con esta canción de fondo, y recuerdo en qué lugar estaba la pantalla y solo eso es lo que quedó. Al escuchar la canción esta vez, me vino como un flash esa imagen que hace tres años se ocultó en mi memoria y que olvidé completamente. A veces el cerebro te juega buenas y malas pasadas haciéndote llegar en forma de flashes momentos que creías abandonados. Aprovechando y rastreando este pequeño flash descubro de qué exposición se trataba; una sobre Paul Thek, un artista neoyorquino de la vanguardia de los sesenta, amigo de Susan Sontag y Robert Wilson al que la primera le dedicó dos libros, Contra la interpretación (1967), libro fundamental de reflexión cultural y El sida y sus metáforas (1988). Con Robert Wilson colaboró como actor y como diseñador escenográfico. Aquí termina todo el errar.





Hombres, todos, de sus épocas.




Y acabar, tenemos que acabar con mi mejor opción; la versión de Neil Diamond. Es la primera versión que escuché sin saber qué historial traía la canción a sus espaldas y se quedó en la mía. La modulación de su voz subiendo y bajando pero manteniendo el tono en esta canción, tranquiliza y emociona al tiempo. Y de eso Neil Diamond sabe mucho. Disfrútenla sin temor de dejarse llevar.









viernes, 20 de abril de 2012

El inicio de la primavera de Penelope Fitzgerald.



El buen cuidado de la editorial Impedimenta.


Tras constatar que uno de los atractivos de la novela es su ambientación, más allá del simple contexto, en la segunda década del siglo XX en Rusia, parece increíble que haya sido escrita por alguien ajeno a la cultura rusa. Un viaje en 1972 y la lectura de la literatura del país son los únicos bagajes que la inglesa Penelope Fitzgerald contaba en 1988 para construir su ficción.

Penelope Fitzgerald comenzó su carrera literaria casi con 60 años, prácticamente cuando se queda viuda. Junto con algún ensayo y biografías escribió unas cuantas novelas que podríamos dividir en novelas históricas y novelas inspiradas en experiencias directas como La librería (1978), editada en España por Impedimenta al igual que El inicio de la primavera, que está basada en su experiencia como librera, como A la deriva (1979) que está inspirada en el tiempo en que vivió en una casa fluvial sobre el Támesis o como Human voices (1980) sobre la base de su experiencia trabajando en la BBC en tiempos de guerra.


Para que leamos La librería.



El inicio de la primavera se enmarca en lo que hemos llamado novela histórica pues está ambientada en Rusia, concretamente en el año 1913 a solo cuatro años de que comience la revolución rusa. No es una reconstrucción árida porque sigue la historia íntima de una familia y los datos históricos aparecen transversalmente como cuando se comenta que las vacaciones escolares terminan el día del aniversario de la zarina. El protagonista, Frank Albertovich Reid, aunque nacido en Rusia y aún viviendo allí, es un inglés que nos hace de guía entre los distintos caracteres y espacios rusos. Y en un breve lapso de tiempo que es lo que tarda en hacer su entrada la primavera nos deja ver una perfecta radiografía del ambiente social, político y personal de entonces.

Estamos en el momento del deshielo, cuando el río arrastra turbios residuos en su periplo hacia el Volga y se comenta que “uno de los entretenimientos favoritos de los moscovitas consistía en ver cómo pasaba el hielo por debajo de los puentes”. La primavera trae novedades y el cambio físico de la ciudad se traduce en un cambio anímico, partiendo del abandono del hogar por parte de Nellie, la mujer de Frank, de la que se cuenta que cuando se casó a los 26 años no iba a dejar que le constriñeran los corsés. La ciudad poco a poco va despertándose y la incógnita de dónde está Nellie y si volverá es una excusa soterrada para que veamos la idiosincrasia del carácter ruso.


Tolstói campea por la novela.


La novela está llena de grandes personajes como la niñera Lisa Ivánovna o el buen samaritano y poeta Selwyn Osipych admirador de Tolstói. De su personaje surgen los dos puntales que enmarcan la novela: Tolstói y los abedules que de manera muy sutil y metafórica (y no revelo nada) oculta la solución a la trama.

De Tolstoi muerto un par de años antes de la narración, se cita su novela Resurrección que relata la complejidad de los límites entre los siglos XIX y XX. Esta obra funciona como un espejo con la novela de Penelope Fitzgerald pues también da cuenta de eso por ejemplo en la imprenta propiedad del protagonista donde aún se trabaja manualmente. Así, un personaje le dice al protagonista: “La imprenta manual se asocia hoy día a los tolstoianos, a los estudiantes revolucionarios y a los activistas que se esconden en buhardillas y sótanos. Hemos de ser conscientes de que el futuro pertenece al metal caliente”.


Otro marco: el abedul.


Refleja muy bien el control por parte de la policía, la circulación de los sobres con dinero, la dificultad en los negocios por las aleatorias medidas legales y la censura pues se habla de las imprentas ocultas hasta en los baños públicos. Y siempre se hace con una sutileza que nace de la inventiva y de la observación como cuando se comenta del libro de poemas de Selwyn Los pensamientos del abedul  que “estaban aún en manos del censor y, dado que toda poesía, por su propia naturaleza, era sospechosa, alguien estaría leyendo los poemas de Selwyn en ese instante con más atención de la que nadie volvería a dedicarle jamás”.


Para los atrevidos.


La novela está llena de detalles de Rusia nada obvios sino sutiles que hacen detectar el sentido ruso mientras se está atento a las relaciones entre los personajes como que no se cobraba los sábados para evitar que la gente utilizara el dinero para emborracharse, las maneras protocolarias en el trato en sociedad, que no estaba permitido que sonaran las campanas salvo las de la propia iglesia ortodoxa, que los rusos están obsesionados con cortar árboles, que su tradición les hacía sentarse un minuto en el coche antes de partir para asegurarse el regreso, que la bombilla más potente que se podía encontrar en Rusia era la de 25 vatios, etc.

La novela alterna entre curiosos detalles como el de la porcelana retenida en la aduana, auténtico hallazgo y escenas como la nocturna en la dacha, poderosa visualmente, donde lo maravilloso aporta un destello en la realidad del deshielo ruso. Por esos momentos, por unos personajes tan bien perfilados y por unas situaciones descritas con inteligencia, se agradece que una editorial como Impedimenta haya rescatado este año una novela como El inicio de la primavera.

[Texto publicado originalmente en Neosib]

viernes, 13 de abril de 2012

Un lavabo, por favor.



Época de mecanografía en tinta.





Me ha llenado de melancolía para no variar, el ver que se estrena Madrid, 1987 la película de David Trueba que andaba ya meses, pendiente de estreno.  Y no por el viaje atrás de veinticinco  años  que nos propone sino por el baño, aseo, servicio, wáter, tocador o lavabo según sea el gusto del consumidor, que me llevó unos ocho años atrás a recordar a una compañera entonces, a una amiga a día de hoy. Esta amiga decidió que su ejercicio, su pequeño corto tuviera como marco un aseo.  Nuestro profesor, Paco Lucio, un hombre con el que era imposible no sentir cariño, con un gran sentido del humor, de gran sabiduría y demasiada paciencia, respetuoso y cercano recuerdo que no lo aconsejaba. Ese espacio íntimo se unía a trabajar con niños y con animales como cosas que no te ayudan en nada en esto del cine. Pues mi amiga lo rodó y yo estuve allí y luego lo vimos y todos, incluido Paco Lucio se sorprendió en positivo.




María Valverde, una toalla y un aseo.




Pues ese riesgo también lo ha corrido David Trueba muy admirado a su vez por mi amiga. Su última película transcurre casi en su totalidad en un baño donde dos personajes inevitablemente tienen que estar ahí con una toalla como único material contra el pudor. Fui a verla cuando la pasaron por la Filmoteca para esto de las votaciones de cara a los Goya, por la curiosidad de cómo lo resolvía. Pero la película me desilusionó. Es áspera sobre todo por unos diálogos que aunque tengan ingenio llegan a saturarte y a no poder escuchar por más tiempo ni a José Sacristán ni a María Valverde pues parecen dos guiñoles, dos tipos, dos trazos en una libreta y en un megáfono. La película se mostró allá en Utah en el Festival de Sundance y ahora se estrena en España. Periodismo, Madrid en verano y «conflicto» generacional. Una rara avis que no sé porqué me resulta incómodo criticarla pero en el fondo no convence en nada.





La belga Amélie, concisa en su estupor.





Y justo ahora termino de leer Estupor y temblores de Amélie Nothomb donde los servicios de una empresa japonesa se erigen en espacio protagonista. A la pequeña novela de la autora belga me acercaba con resistencia ya que mi único acercamiento con Mecánica de los tubos no dejó ningún poso en mí,  pero Estupor y temblores es una obra concisa, con un ritmo perfecto donde se nos desvela mucho del mundo japonés en un espacio reducido como es el de una empresa japonesa desde la mirada de una europea. Es como un pequeño mecanismo de relojería donde con cuatro o cinco personajes, dos despachos y un aseo y un año mecánico a su vez te sumergen en una obra que se mueve con humor entre lo absurdo y la sorpresa.  La novela es un proceso de degradación tal que termina en los servicios.




La soledad del portero al fondo.
La novela de Amélie me llevó inevitablemente a El último (Der Letzte mann, F. W. Murnau, 1924), una de mis películas preferidas del cine mudo si no lo es más. No hay intertítulos y el espectador no los necesita, no los echa de menos. Fue la primera que se hizo así y más allá de este detalle es una película tan hábil para contar una historia a través de imágenes que te quedas enganchado literalmente a la pantalla observando unos movimientos de cámara tan modernos, una tensión y una emoción que son difíciles de igualar. Hollywood fue verla y querer tener en su nómina al alemán y claro, luego llegó e hizo Amanecer (Sunrise, 1927), otra maravilla. Pero volviendo a El último, aquí Emil Jannings empezaba en la entrada de un gran hotel para terminar (en el final del director que no de la productora), en los servicios. Aquí si es un espacio total de degradación, la película muestra ese proceso. En la novela de Amélie Nothomb la gracia estaba en la aceptación de la protagonista de ese bochorno, de esa degradación porque ella está ahí de paso, con perspectiva, como una entomóloga: es joven, es europea y saldrá de allí. En la película de Murnau el protagonista no tiene salida, es un anciano, está en su tierra y no saldrá de allí.









Reducir una historia a un solo espacio es un riesgo que cuando sale bien se disfruta. El resultado es más rico, más metafórico. Fue el caso de La soga (Rope, Alfred Hitchcock, 2008) y en otro extremo el corto Saute ma ville (1968) de Chantal Akerman que os dejo aquí arriba. El extremo, extremísimo extremo puede ser el ataúd que ideó Rodrigo Cortés en Buried (2010). De todas formas volviendo al aseo, a no ser que sea el antaño tocador hollywoodiense donde  el wáter estaba mal visto hasta nombrarlo, es un buen lugar para asesinatos, líos pasajeros, drogarse y demás. Pero se trata en pequeñas dosis. Son pequeñas escenas de paso a la que pocos se adscriben a darle más metraje. David Trueba lo ha hecho y evidentemente era un riesgo. Pero confío en que alguien llegue más allá. Recuerdo que cuando se estrenó Asuntos privados en lugares públicos (Coeurs, Alain Resnais, 2006), me imaginé una serie de escenas y encuentros de personajes en unos deslumbrantes aseos, pero no, no era eso y maldita la desilusión. Supongo que mi relación con el aseo o baño no es por nada escatológico sino porque ese era un lugar en el que me concentraba mucho para estudiar. Claro está, cuando no vivía en una gran ciudad, pues ahora no puedo tumbarme, ni siquiera sentarme para retener mínimamente nada. 

martes, 3 de abril de 2012

Te vas a reír cuando te lo cuente de Félix J. Velando.



Una buena dosis de humor.



Una pequeña editorial de Tenerife (La Página Ediciones) ha tenido la valentía de editar un libro de un albacetense o albaceteño (yo prefiero este último por afinidad), en el que se reúnen nueve relatos a golpe de humor. Se llama Te vas a reír cuanto te lo cuente. Lo de la valentía va por los tiempos que corren de recortes culturales, y rémora del papel en beneficio de los píxeles. Pero por mucho que la pantalla no refleje el sol y esas cosas, sólo con el formato libro es posible tirarte en el Retiro o similar para pasártelo bien. Porque de eso se trata, de reírse de las ocurrencias del mismo autor y de sus personajes que son lo mismo, cosa que poco evita con tantas referencias a la tierra de uno y esas cosas.



Y para más inri, el albaceteño resulta que es amigo mío y no me creerán si es coincidencia.  A lo que además se suma el orgullo de verlo estampado. Aquí Félix haría un juego verbal. Este tal Félix que tan de perfil lo he presentado es el autor. Félix Jiménez Velando, como nombre artístico Félix J. Velando.




Un oso panda verde cierra el libro.




Definitivamente es una lectura para estar tumbado bajo el sol, para animarte, para engancharte, para reconciliarte con la tontería humana de la que todos tenemos un gran porcentaje. Porque se lee de una tumbada que es lo que he hecho yo. Dentro, jóvenes, ancianos y osos panda son el amplio espectro de los personajes que campan a sus anchas, unos más ligeros de ropa que otros, en el libro.



Cada relato guarda su propia entidad y se abre y se cierra en sí mismo pero en mayor o menor medida hay detalles, correspondencias que se entrecruzan, sobre todo el butano, las ardillas y un tal Peralada que interviene en tres de los nueve relatos. Un hombre «que tiene la cintura dos veces más ancha que los hombros», según su suegra, obsesionado con la moral y las buenas maneras que se presenta en el primer relato Una noche en la tele, protagoniza Pezones y pondrá en marcha El bronceado perfecto.




Peralada quiere destruir sus "Pezones".





Tanto las historias que directamente nos ofrece y las que filtra a través de sus personajes se vertebran por las dudas, preocupaciones y manías que caracterizan a unos personajes que terminan viviendo cosas que ni se podían imaginar y que ellos mismos han creado inconscientemente. El absurdo se termina instalando y no puedes evitar sorprenderte y reírte, no entendiendo de qué manera ha ido complicándose todo para llegar a donde se ha llegado. Pezones es un buen ejemplo de eso, una especie de versión castiza de Jo, qué noche (After hours, 1985) donde aparecen putas, suegras y libreros de viejo. Y no digamos, El bronceado perfecto que todos nos podemos imaginar cuál es. Estos relatos se basan en la peripecia, en una comedia física muy bien desarrollada, pero hay otros, donde todo se basa en el juego lingüístico y hasta metaliterario como el caso de Mejor no te cruces con Propp donde el protagonista/autor se encuentra en un callejón sin salida dentro de la historia y aparece Propp más que como un deus ex machina como una mosca cojonera. El juego con el lenguaje es más evidente en este último o en Obituario de Sifrig Rosenberg (1945- ), que termina evidentemente con un gran epitafio,  pero todo el libro está lleno de juegos con el lenguaje. Se descomponen las frases hechas, los dichos y se juega con la sinestesia y el doble significado de ciertos verbos como  «Dormirse en los laureles»,  «La tensión se masca en el ambiente» y  «Me iba a echar el tarot. A mí no me gusta que nadie me eche nada». Son muchísimas las ideas, las imágenes que se nos propone y es algo que le suma más interés. Aquí les dejo unas cuantas pero no os preocupéis porque hay muchas más: «un hombre con tal alto concepto de sí mismo que a veces tiene vértigo»,  «unas relaciones que no podríamos llamar buenas y por tanto no lo hacemos» o «Sifrig quería llevar la poesía a la calle, lo que le costó varias denuncias de bibliotecas públicas por arrojar sus libros por las ventanas».



El lenguaje está combinado con una descripción indirecta, propia de alguien que trabaja fundamentalmente en el audiovisual. Contar algo sin decirlo, cosa que parece sencilla pero no lo es como cuando el protagonista de Septiembre y las medusas se describe así mismo con quince años como «un adolescente que conocía bien la punta de sus zapatos». Y hablando de este relato, desternillante es el momento de la canción del protagonista que no hay que perderse.




Un Arrabal indirecto en Una noche en la tele.





Los primeros relatos son más estáticos, más cerebrales como el segundo que es el más melancólico, el más agrio pero representa muy bien el vaivén de acontecimientos en el que todos nos podemos sentir identificados y termina con un juego personal muy divertido y curioso. Este relato es el que sirve de portada al libro; Mi vida con Elvis. A partir de él, el humor y la sorpresa van in crescendo.



Yo creo que sirve algo de terapia la lectura de estos relatos de humor. Ves tantos seres absurdos, tantas  peculiaridades, tantas torpezas que no te queda más remedio que pensar, que lo mejor que podemos hacer es reírnos de nosotros mismos y salir a la calle asumiendo que todos según con quién nos encontremos y según lo que vivamos podemos llegar a protagonizar un relato de humor, así que a reírse que es gratis y alarga la vida.



Por apoyar a un amigo haced el favor de pedir a las librerías que tengan entre sus estantes y mesas ese par de piernas de Elvis para que esta primavera-verano además de poneros coloridos os animéis un poco. Eso os lo aseguro. Os vais a reír cuando lo leáis. 

domingo, 1 de abril de 2012

Fausto visto por Alexander Sokurov.


Una visión del ansia de poder.



Ahora mismo en cartelera podemos encontrar las dos películas que a nivel crítica se disputaron el galardón en el último festival de cine de Venecia: Fausto (Alexander Sokurov)  y Shame (Steve McQueen). Dos obras antitéticas con propuestas muy claras aunque a esta última se le puede achacar el no aportar nada nuevo y que en el fondo respire y destile un aire muy conservador. En el fondo, las dos obras han sido lanzadas y pueden generar mucho debate. El león de oro, el máximo galardón del festival  recayó finalmente en la obra de Alexander Sokurov.


Sokurov y su león dorado.
El cineasta ruso presenta con esta adaptación de Fausto de Goethe, la película que cierra la tetralogía acerca de la naturaleza del poder. Las anteriores Molokh (1999), Telets (2000), Solntse (2005) estaban vinculadas a personajes reales de nuestra historia: Hitler, Lenin y el emperador Hirohito respectivamente. Fausto funciona como el punto de referencia de todos ellos, el punto de fundación, de creación de un mito que presagió lo que vino después. Representa lo que puede desencadenar un ser desdichado e infeliz con ansias de poder.


Mefistófeles.


Sokurov fusiona las dos partes de Fausto y hace una lectura personal centrándose en los detalles, en el contexto, dando primacía total a la corporeidad, al mundo aprehensible por los sentidos: el hedor, la falta de espacio y sobre todo el hambre. Como se dice en un momento de la película, con hambre no hay sentido del humor. Y el doctor Fausto tiene hambre en sentido literal y en el metafórico; busca lo inalcanzable. Es lo que le hace empezar su periplo, la búsqueda de «comida», primero a casa del padre y luego a la del prestamista, personificación de Mefistófeles que de alguna manera le sacia porque este dios infernal conoce el género humano tal como le dice al dios celestial (palabras de Goethe): «El pequeño dios del mundo sigue igual que siempre, tan extraño como el primer día. Viviría un poco mejor si no le hubieras dado el reflejo de la luz celestial, a la que él llama razón y que usa sólo para ser más brutal que todos los animales».


Fausto quiere saciarse.


Los elementos metafísicos que pueblan la historia de Goethe los ha traducido Sokurov en espacios angostos donde a los personajes les cuesta circular: les cuesta vestirse, les cuesta pasar por una calle, por entre las rocas y una miseria y hambre que aunque metafórica como hemos dicho, es muy evidente.


Luz en medio de las tinieblas.


No hay que considerar Fausto como una obra acabada, como un objeto perfilado, sino como una reflexión sobre una concepción del cine particular. La mirada del espectador y su expectativa debe de cambiar aquí; se evita por un lado la frustración y por otro se entiende mejor la propuesta. Uno conoce la historia, el mito y a partir de ahí Sokurov juega formalmente. Encuadra la historia como si fuera un cuento, en una ciudad aislada entre bosques y montañas de la que desde el cielo entramos y saldremos de ella. La historia se presenta envuelta en una bruma, en un rango de color marrón y gris y unas formas que aunque no se rijan por una lógica definen el fondo de la historia: la deformación de muchas de las imágenes, nada nuevo en el director, aplicándoles una anamorfosis, alargando las figuras como si fueran fantasmagorías.


Fausto y Margarita.


Hay que hablar mejor de paleta aunque estemos en otro medio pues Sokurov vincula mucho su oficio con la pintura, incluso confiesa que sus maestros más que cineastas son los pintores de principios del XIX, época que coincide con el momento de escritura de Fausto por parte de Goethe. El director ruso nos sumerge en un sueño o en un delirio. Tal vez mejor en esto último; un mundo anquilosado del que es mejor salir que quedarse tal como representan las figuras que entre las rocas encuentra Fausto, al que agradecen que hubiera sido de alguna manera su «salvador». Pero Fausto es un hombre  que no puede y no quiere luchar contra las circunstancias. No hay otra cosa y ser valiente, honesto, es imposible sobre todo porque al final no le queda otra cosa que querer vivir una pasión. El pacto que realiza Fausto con Mefistófeles viene tras su decepción con la ciencia que no le ha sabido explicar la vida, no le llena, no le soluciona, no le satisface: «Le exige al cielo las más hermosas estrellas y a la tierra los goces más elevados, y sin embargo, nada cercano ni lejano sacia su pecho profundamente agitado».


Una pequeña aportación de Hanna Schygulla.

La clave para el espectador la tenemos en una escena donde Fausto se detiene en el comienzo del Evangelio según San Juan, donde lee: «En el principio era la palabra». Fausto no lo entiende, en el lugar de «palabra» debía aparecer otro término con más enjundia, más profundo. El espectador  no debe preocuparse como Fausto por encontrar otra cosa más allá que la palabra, más allá de la imagen porque la pantalla, la pantalla plana lo contiene todo.

[Texto publicado originalmente en Neosib]