Delacroix pintó a George Sand en 1838. |
Primero fue una conversación (varias en realidad),
después encontrarme con un par de libros de George Sand y por último unas
diapositivas de mi infancia. Puede que no en ese orden. Pues la conversación amiguil surgió por estas circunstancias de crisis que vivimos. Ante
la situación española surgen voces airadas contra el país que se extienden por
contaminación no solo a los políticos sino a la cultura misma, al carácter
general, a las costumbres, al clima, al vecino. Surge la idea entonces de irse
o de quedarse y se empezó a hablar de dónde vivir mejor sobre todo ahora pero
¿qué es vivir mejor? Cada uno tiene sus
prioridades evidentemente, pero decidir vivir en un lugar no solo es el trabajo
que tengas y lo que te paguen sino también cuántas horas de sol hay al día,
cuánta lluvia cae, si la gente abre su círculo y te integra, el sentido del
humor compartido…muchas cosas. El hombre se adapta incluso a situaciones
insospechadas pero de buenas a primeras un grupo en la conversación denigraba
la situación y el carácter español al ponerlo el último en la cola de
prioridades. Preferían estar mejor cuidados económica y socialmente. Eso todos lo
queremos. A mí me gusta la cultura francesa pero no su clima y falta averiguar
cómo nos llevaríamos el pueblo francés y yo y aún así me costaría mucho irme
para allá. Y no se trata de un apego injustificado ni patriótico sino que yo,
como mis geranios, necesito del sol, necesito que la cajera del supermercado me
comente qué mala elección he hecho y esas cosas que te hacen abrirte aunque no
quieras. Seré muy volátil y no tendré la
cabeza donde se tiene que tener pero si aceptamos que el ciclo lunar nos
afecta, es imposible negar que también nos afecta el clima y la gente con la
que interactuamos. Uno es tres cosas indispensables: su ser en sí, el medio en
el que estar y una sociedad alrededor.
Chopin de perfil. |
Poco después me puse a leer dos libros de George Sand; Un invierno en Mallorca y La charca del diablo. ¿Por qué estos
dos? Pues más o menos porque los tenía cerca y otros motivos puramente
prácticos pero dio la casualidad que encajaban en las conversaciones amiguiles. George Sand relata en cada
obra su opinión del paisaje, del carácter de la gente y sus costumbres a través
de su propia persona, primero en Mallorca y luego en Francia en ambos libros;
en el primero como un recuerdo/diario y en el segundo como un relato campestre.
Y no pueden ser más contrarias. «Aunque me haya prometido a mí mismo, al
comenzar, reservarme lo más posible mis impresiones íntimas; pero me parece,
por el momento, que esta pereza podría considerarse una cobardía, y me retracto
de la misma». Esto es lo que proclama en Un
invierno en Mallorca George Sand en masculino, como siempre escribía ella
de acuerdo a su nombre artístico. El real era Amandine Aurore Lucie Dupin.
La primera novela es un recorrido/recuerdo por los meses
que estuvo en Mallorca junto a Chopin y sus hijos (solo de ella), de 14 y 9
años. En la novela no se nombra directamente a Chopin sino a un enfermo, como
si fuera un tercer hijo. Allí parece ser que compuso parte de sus Preludios (aquí arriba el número 4 original y la adaptación de Serge Gainsbourg). En la segunda
obra, La charca del diablo, ella aparece
en primera persona enmarcando el relato campestre, de nuevo, como siempre en
masculino. En ambas obras la mujer es la despierta y sagaz y el hombre va un
poco a remolque; si no es un enfermo, es poco despierto en eso llamado vida.
La celda mejor arreglada que por aquel entonces. |
Ella deja claro que por nada del mundo se queda en
España y eleva a los alteres al campesino francés. En Un invierno en Mallorca aparece el convento de Santo Domingo, el
castillo de Bellver, la mansión del conde de Montenegro y la cartuja de Valldemosa;
el lugar donde vivieron: «Esta cartuja no tiene nada hermoso, como realidad
arquitectónica, pero en un conjunto de construcciones fuerte y concienzudamente
construidas». Describe el traje típico como elegante y gracioso, la lengua
ubicándola, informa de quién es la patrona (Santa Catalina) y el paisaje, del
que deja claro George Sand que es maravilloso pero con cierto pero: «Mallorca
es para los pintores uno de los más bellos paisajes de la tierra…pero hoy no
puedo realmente, recomendar ese viaje sino a los artistas de cuerpo robusto y
de espíritu apasionado».
Valldemossa. |
La arboleda, plantas, animales y comida pueblan el
recuerdo en comentarios y críticas. Alaba la uva y el agua pero critica la
«repugnante» leche de cabra y el vino: «Todos estos vinos no eran muy recomendables
para nuestro enfermo ni aun para nosotros, hasta el punto que casi siempre
bebimos agua que era excelente. Quizá sea a la pureza de esta agua de manantial
a la que debamos atribuir un hecho que pronto advertimos: nuestra dentadura
adquirió una blancura que todo el arte de los perfumistas de París no sabría
conseguir para los parisienses más refinados».
En La charca del
diablo, (en Francia) también aparecen los paisajes y de nuevo la
comparación con pinturas: «Sin embargo, lo que atrajo de inmediato mi atención,
constituía en verdad un bello espectáculo, digno motivo para un pintor». También
los cantos típicos, dulces y potentes: «Cuando se está acostumbrado a oírlo, no
se concibe que pudiera haber otro canto más adecuado a esas horas y parajes,
que no perturbase su armonía».
Se trata en este último caso de una idealización más
que de una realidad. Realmente todos por dentro portamos una verdad pero
siempre faltan pedacitos de otras realidades. Pues sí, España está mal, España
tiene mal carácter, España está llena de arribistas, España está llena de
paripés. Y también está llena de lo contrario. Los prejuicios culturales por
estadística existen pero ¿a quién le interesa la estadística si en sus carnes
siente muchas cosas? George Sand emite juicios desde su individualidad. Ella es
ella y ella es muy francesa, con sus razones y sus errores. El caso es que su
viaje a España, concretamente a Mallorca le salió rana, por no recordar el que
hizo a España con pocos años, de ingrato recuerdo por las consecuencias familiares, aunque
parecen ser causa de la madre. Volviendo a la etapa mallorquina, podemos
empezar por el ajo, que notaba por todas partes.
Que España olía a ajo parece ser que no se lo sacó de
la manga Victoria Beckham o a lo mejor es que no solo resulta que se ha leído Matar a un ruiseñor sino que también ha
leído a George Sand: «Este baile rústico nos hubiera cautivado durante mucho
tiempo si no hubiera sido por el olor de aceite rancio y de ajo que distinguía
a estos caballeros y estas damas que, en
realidad, cegaban nuestra garganta». España huele a ajo. El ajo y la ausencia
de vida intelectual es lo que deja bien claro.
A sus habitantes los llama literalmente monos, alejando
de ellos los adjetivos: humano, dulce, encantador y servicial: «El mar es a
veces tan poco hospitalario como los habitantes». Y las mujeres son además las
más charlatanas del mundo. Entre sus declaraciones (y las dejo aquí sin acritud)
encontramos las siguientes:
«El español es ignorante y supersticioso; por tanto, cree en el contagio, teme la
enfermedad y la muerte, está falto de fe y de caridad.
«Mejores destinos que los nuestros están reservados a
estos pueblos infantiles, a quienes algún día iniciaremos en la verdadera
civilización, sin reprocharles cuanto
hicimos por ellos».
«Nadie puede imaginar que los mallorquines tomen tan
pocas precauciones contra las agresiones posibles del viento y de la lluvia. Su
ilusión y fanfarronería son tan grandes al respecto, que niegan absolutamente
estas inclemencias accidentales pero importantes de su clima».
«La prudencia y la reserva, son en opinión de los
mismos mallorquines, la tendencia predominante de su carácter. Basta que
tengáis aire de extranjero para que os
teman y se separen del camino para evitaros».
«No ama el mal, pero no conoce el bien. Se confiesa,
reza y sueña sin cesar, pensando en alcanzar el paraíso, pero ignora los
verdaderos deberes de la Humanidad».
En definitiva:
«No debe considerárseme pueril porque relate todas
estas vejaciones, de las que no he conservado más resentimiento que el que
produce un puñado de sinsabores: pero nadie debe dudar que los hombres son lo
más interesante para observar en un país extranjero; y cuando yo diga que no
tuve una sola relación económica, por pequeña que fuese, con los mallorquines,
en que no encontrara de una parte una mala fe impudente y una grosera avidez y
cuando añada que hacían gala de su fe ante nosotros afectando estar indignados
por nuestra poca devoción religiosa, se convencerá conmigo en que la piedad de
las almas simples, tan enaltecido por algunos conservadores de nuestros días,
no es siempre las cosa más ejemplar ni la más moral del mundo».
Ni Lucía Bosé, ni Judy Davis ni Juliette Binoche. |
En cambio el pueblo francés, aquí los campesinos de la
Vallée Noire, son dechados de virtudes: «Si tuviera que contar su vida, mi
placer sería superior, al resaltar sus agradables y conmovedoras cualidades».
Son respetuosos, nobles frentes con gran corazón y hablan correctamente.
Evidentemente esto es pura y bucólica idealización, no simple reflejo como ella
misma se justifica: «Su fin (del autor) debería consistir en hacer amar aquello
que le apasiona, y si es preciso, no le reprocharía embellecerlo un poco. El
arte no es un estudio de la realidad positiva; es una búsqueda de la verdad
ideal». Como buena romántica que es.
La
charca del diablo es como un tratado, un cuento, una fábula
donde cada personaje representa alguna virtud. Como si fuera un retablo, un
auto sacramental versión pagana. Al contrario que en Un invierno en Mallorca, los comentarios son completamente de otra
índole:
«Pero las malas mujeres son más escasas, en nuestra
comarca, que las buenas, y habría que estar loco para no dar con la que
conviene».
«Pero era una mujer respetuosa y de carácter. Su pobre
casa estaba limpia, y bien cuidada y sus vestidos remendados con gran esmero,
anunciaban la dignidad en medio de la miseria en que vivía».
El periplo de las concomitancias «terminó» con la
visión de unas diapositivas, de un viaje a Mallorca cuando era niña y recordé
esa cartuja, ese lugar tan bonito y ese piano, que no era de él. Prácticamente
es el recuerdo más vívido que tengo del viaje. La sensación que uno tiene al
llegar allí es que allí vivieron un tiempo considerable, que se adaptaron, que
vanagloriaron el lugar y ahora resulta que no, que estuvieron unos meses, que
para nada se adaptaron y que echaban pestes. Pero todo sea por el turismo.
La gran amante con años encima. |
En definitiva, que aquí cada uno tiene una opinión y en
lo que todos estamos de acuerdo ahora es en que estamos mal, así que a lo mejor
debería, como dice la escritora francesa, dejar atrás a los salvajes de la
Polinesia (es decir, mallorquines/españoles) e irme al mundo civilizado y
gritar desde el avión (George Sand lo hizo desde un barco, cosa mucho más
romántica) ¡Viva Francia!
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