miércoles, 3 de octubre de 2012

Un invierno en Mallorca/La charca del diablo. George Sand y dónde vivir mejor.







Delacroix pintó a George Sand en 1838.




Primero fue una conversación (varias en realidad), después encontrarme con un par de libros de George Sand y por último unas diapositivas de mi infancia. Puede que no en ese orden.  Pues la conversación amiguil surgió por estas circunstancias de crisis que vivimos. Ante la situación española surgen voces airadas contra el país que se extienden por contaminación no solo a los políticos sino a la cultura misma, al carácter general, a las costumbres, al clima, al vecino. Surge la idea entonces de irse o de quedarse y se empezó a hablar de dónde vivir mejor sobre todo ahora pero ¿qué es vivir mejor?  Cada uno tiene sus prioridades evidentemente, pero decidir vivir en un lugar no solo es el trabajo que tengas y lo que te paguen sino también cuántas horas de sol hay al día, cuánta lluvia cae, si la gente abre su círculo y te integra, el sentido del humor compartido…muchas cosas. El hombre se adapta incluso a situaciones insospechadas pero de buenas a primeras un grupo en la conversación denigraba la situación y el carácter español al ponerlo el último en la cola de prioridades. Preferían estar mejor cuidados económica y socialmente. Eso todos lo queremos. A mí me gusta la cultura francesa pero no su clima y falta averiguar cómo nos llevaríamos el pueblo francés y yo y aún así me costaría mucho irme para allá. Y no se trata de un apego injustificado ni patriótico sino que yo, como mis geranios, necesito del sol, necesito que la cajera del supermercado me comente qué mala elección he hecho y esas cosas que te hacen abrirte aunque no quieras.  Seré muy volátil y no tendré la cabeza donde se tiene que tener pero si aceptamos que el ciclo lunar nos afecta, es imposible negar que también nos afecta el clima y la gente con la que interactuamos. Uno es tres cosas indispensables: su ser en sí, el medio en el que estar y una sociedad alrededor.





Chopin de perfil.





Poco después me puse a leer dos libros de George Sand; Un invierno en Mallorca y La charca del diablo. ¿Por qué estos dos? Pues más o menos porque los tenía cerca y otros motivos puramente prácticos pero dio la casualidad que encajaban en las conversaciones amiguiles. George Sand relata en cada obra su opinión del paisaje, del carácter de la gente y sus costumbres a través de su propia persona, primero en Mallorca y luego en Francia en ambos libros; en el primero como un recuerdo/diario y en el segundo como un relato campestre. Y no pueden ser más contrarias. «Aunque me haya prometido a mí mismo, al comenzar, reservarme lo más posible mis impresiones íntimas; pero me parece, por el momento, que esta pereza podría considerarse una cobardía, y me retracto de la misma». Esto es lo que proclama en Un invierno en Mallorca George Sand en masculino, como siempre escribía ella de acuerdo a su nombre artístico. El real era Amandine Aurore Lucie Dupin.

















La primera novela es un recorrido/recuerdo por los meses que estuvo en Mallorca junto a Chopin y sus hijos (solo de ella), de 14 y 9 años. En la novela no se nombra directamente a Chopin sino a un enfermo, como si fuera un tercer hijo. Allí parece ser que compuso parte de sus Preludios (aquí arriba el número 4 original y la adaptación de Serge Gainsbourg). En la segunda obra, La charca del diablo, ella aparece en primera persona enmarcando el relato campestre, de nuevo, como siempre en masculino. En ambas obras la mujer es la despierta y sagaz y el hombre va un poco a remolque; si no es un enfermo, es poco despierto en eso llamado vida.






La celda mejor arreglada que por aquel entonces.
Ella deja claro que por nada del mundo se queda en España y eleva a los alteres al campesino francés. En Un invierno en Mallorca aparece el convento de Santo Domingo, el castillo de Bellver, la mansión del conde de Montenegro y la cartuja de Valldemosa; el lugar donde vivieron: «Esta cartuja no tiene nada hermoso, como realidad arquitectónica, pero en un conjunto de construcciones fuerte y concienzudamente construidas». Describe el traje típico como elegante y gracioso, la lengua ubicándola, informa de quién es la patrona (Santa Catalina) y el paisaje, del que deja claro George Sand que es maravilloso pero con cierto pero: «Mallorca es para los pintores uno de los más bellos paisajes de la tierra…pero hoy no puedo realmente, recomendar ese viaje sino a los artistas de cuerpo robusto y de espíritu apasionado».






Valldemossa.
La arboleda, plantas, animales y comida pueblan el recuerdo en comentarios y críticas. Alaba la uva y el agua pero critica la «repugnante» leche de cabra y el vino: «Todos estos vinos no eran muy recomendables para nuestro enfermo ni aun para nosotros, hasta el punto que casi siempre bebimos agua que era excelente. Quizá sea a la pureza de esta agua de manantial a la que debamos atribuir un hecho que pronto advertimos: nuestra dentadura adquirió una blancura que todo el arte de los perfumistas de París no sabría conseguir para los parisienses más refinados».





En La charca del diablo, (en Francia) también aparecen los paisajes y de nuevo la comparación con pinturas: «Sin embargo, lo que atrajo de inmediato mi atención, constituía en verdad un bello espectáculo, digno motivo para un pintor». También los cantos típicos, dulces y potentes: «Cuando se está acostumbrado a oírlo, no se concibe que pudiera haber otro canto más adecuado a esas horas y parajes, que no perturbase su armonía».
Se trata en este último caso de una idealización más que de una realidad. Realmente todos por dentro portamos una verdad pero siempre faltan pedacitos de otras realidades. Pues sí, España está mal, España tiene mal carácter, España está llena de arribistas, España está llena de paripés. Y también está llena de lo contrario. Los prejuicios culturales por estadística existen pero ¿a quién le interesa la estadística si en sus carnes siente muchas cosas? George Sand emite juicios desde su individualidad. Ella es ella y ella es muy francesa, con sus razones y sus errores. El caso es que su viaje a España, concretamente a Mallorca le salió rana, por no recordar el que hizo a España con pocos años, de ingrato recuerdo por las consecuencias familiares, aunque parecen ser causa de la madre. Volviendo a la etapa mallorquina, podemos empezar por el ajo, que notaba por todas partes.




Que España olía a ajo parece ser que no se lo sacó de la manga Victoria Beckham o a lo mejor es que no solo resulta que se ha leído Matar a un ruiseñor sino que también ha leído a George Sand: «Este baile rústico nos hubiera cautivado durante mucho tiempo si no hubiera sido por el olor de aceite rancio y de ajo que distinguía a estos  caballeros y estas damas que, en realidad, cegaban nuestra garganta». España huele a ajo. El ajo y la ausencia de vida intelectual es lo que deja bien claro.
A sus habitantes los llama literalmente monos, alejando de ellos los adjetivos: humano, dulce, encantador y servicial: «El mar es a veces tan poco hospitalario como los habitantes». Y las mujeres son además las más charlatanas del mundo. Entre sus declaraciones (y las dejo aquí sin acritud) encontramos las siguientes:


«El español es ignorante y supersticioso;  por tanto, cree en el contagio, teme la enfermedad y la muerte, está falto de fe y de caridad.


«Mejores destinos que los nuestros están reservados a estos pueblos infantiles, a quienes algún día iniciaremos en la verdadera civilización, sin reprocharles  cuanto hicimos por ellos».


«Nadie puede imaginar que los mallorquines tomen tan pocas precauciones contra las agresiones posibles del viento y de la lluvia. Su ilusión y fanfarronería son tan grandes al respecto, que niegan absolutamente estas inclemencias accidentales pero importantes de su clima».


«La prudencia y la reserva, son en opinión de los mismos mallorquines, la tendencia predominante de su carácter. Basta que tengáis  aire de extranjero para que os teman y se separen del camino para evitaros».
«No ama el mal, pero no conoce el bien. Se confiesa, reza y sueña sin cesar, pensando en alcanzar el paraíso, pero ignora los verdaderos deberes de la Humanidad».


En definitiva:


«No debe considerárseme pueril porque relate todas estas vejaciones, de las que no he conservado más resentimiento que el que produce un puñado de sinsabores: pero nadie debe dudar que los hombres son lo más interesante para observar en un país extranjero; y cuando yo diga que no tuve una sola relación económica, por pequeña que fuese, con los mallorquines, en que no encontrara de una parte una mala fe impudente y una grosera avidez y cuando añada que hacían gala de su fe ante nosotros afectando estar indignados por nuestra poca devoción religiosa, se convencerá conmigo en que la piedad de las almas simples, tan enaltecido por algunos conservadores de nuestros días, no es siempre las cosa más ejemplar ni la más moral del mundo».




Ni Lucía Bosé, ni Judy Davis ni Juliette Binoche.





En cambio el pueblo francés, aquí los campesinos de la Vallée Noire, son dechados de virtudes: «Si tuviera que contar su vida, mi placer sería superior, al resaltar sus agradables y conmovedoras cualidades». Son respetuosos, nobles frentes con gran corazón y hablan correctamente. Evidentemente esto es pura y bucólica idealización, no simple reflejo como ella misma se justifica: «Su fin (del autor) debería consistir en hacer amar aquello que le apasiona, y si es preciso, no le reprocharía embellecerlo un poco. El arte no es un estudio de la realidad positiva; es una búsqueda de la verdad ideal». Como buena romántica que es.



La charca del diablo es como un tratado, un cuento, una fábula donde cada personaje representa alguna virtud. Como si fuera un retablo, un auto sacramental versión pagana. Al contrario que en Un invierno en Mallorca, los comentarios son completamente de otra índole:


«Pero las malas mujeres son más escasas, en nuestra comarca, que las buenas, y habría que estar loco para no dar con la que conviene».


«Pero era una mujer respetuosa y de carácter. Su pobre casa estaba limpia, y bien cuidada y sus vestidos remendados con gran esmero, anunciaban la dignidad en medio de la miseria en que vivía».



El periplo de las concomitancias «terminó» con la visión de unas diapositivas, de un viaje a Mallorca cuando era niña y recordé esa cartuja, ese lugar tan bonito y ese piano, que no era de él. Prácticamente es el recuerdo más vívido que tengo del viaje. La sensación que uno tiene al llegar allí es que allí vivieron un tiempo considerable, que se adaptaron, que vanagloriaron el lugar y ahora resulta que no, que estuvieron unos meses, que para nada se adaptaron y que echaban pestes. Pero todo sea por el turismo.





La gran amante con años encima.





En definitiva, que aquí cada uno tiene una opinión y en lo que todos estamos de acuerdo ahora es en que estamos mal, así que a lo mejor debería, como dice la escritora francesa, dejar atrás a los salvajes de la Polinesia (es decir, mallorquines/españoles) e irme al mundo civilizado y gritar desde el avión (George Sand lo hizo desde un barco, cosa mucho más romántica) ¡Viva Francia!

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