martes, 3 de enero de 2012

La semilla inmortal: un libro clave...de cine.



Hace unas semanas hablando sobre la novela del húngaro Sándor Marai El último encuentro surgió un pequeño debate. En realidad no había debate, había posiciones y punto. Parece ser que la novela gira en torno al tema de la amistad y estaba ambientada a principios de siglo XX en una Europa que ya no existe. Unos sostenían que la novela les hacía llegar personajes muy de ahora, que parecían sacados de nuestra contemporaneidad escudándose después en que esas emociones siempre son las mismas, si no, puntualizaron, ¿porqué tendríamos que seguir leyendo a Shakespeare? Ahí se dejaba. A mí lo que me interesó de la novela, independientemente de sus reflexiones amiguiles era el reflejo de una época, de unas costumbres, de cómo amistarse o enemistarse.



¿Shakespeare ya lo dijo todo?


Muchas veces (si no casi siempre) las emociones que nos mueven son las mismas pero incluso en lo más profundo estamos mediatizados por nuestra época. Y ni qué decir que lo importante es cómo expresar, cómo comunicar o incluso cómo callar lo que nos mueve y conmueve. Al final eso es lo más importante. «Hechos son amores y no buenas razones», «mucho te quiero perrito pero pan poquito» y todas esas sapiencias populares. La cuestión es que a mí me interesó ver encarnadas ideas, emociones, sentimientos, pensamientos, usos y costumbres de otra época y de cierta clase social. Esos detalles son los que hacen aflorar el tema general y lo hacen particular y lo hacen convertirse en una novela genuina, si no, estaríamos leyendo ensayos históricos y psicológicos. Pero no, leemos novelas y se siguen escribiendo novelas porque si no, nos quedaríamos con las de Shakespeare, la Biblia, los rusos y el Quijote y ya tenemos todo lo conocido y por conocer y no es así. A mí me desarma y me sorprende que me digan «te quiero» no por la novedad sino porque es otro tono de voz, es otra inflexión, es otro color de pelo, es otro humor. Y estoy segura que querer… como que quieren.



Un libro con muchos cabos bien atados.


Pues bien, a raíz de este encuentro en torno al libro de Sándor Marai y de las vueltas que le di, mi mente fue directamente a un libro de los que guardo férreamente. De esos imprescindibles que no te gustaría que se perdiera, ni te lo perdieran. Una verdadera joya. Se trata de La semilla inmortal. Los argumentos universales en el cine. Lo cogí y la pegatina trasera con la declaración de 3.200 pesetas me recuerda que ha pasado ya unos años conmigo. El libro es de 1997 aunque originalmente en catalán fue un poco anterior. Lo escribieron Jordi Balló y Xavier Pérez y lo tradujo al castellano el cineasta ya fallecido Joaquim Jordà.



Es un estudio profundo, interesante y completo sobre esas historias, novelas, relatos, escritos fundacionales de la ficción universal que forman todas las historias que vemos en las películas de toda la historia del cine. Es grande la cantidad de fabulación e imaginación que conlleva adaptar esas historias y hace que esas nuevas historias resultantes se conviertan en nuevas a ojos de los espectadores. El título del libro surge de Fedro de Platón y con una cita de él empieza el libro para al poco descubrir el porqué de este estudio: «las narraciones que el cine ha contado y cuenta no serían otro cosa que una forma peculiar, singular, última, de recrear las semillas inmortales que la evolución de la dramaturgia ha ido encadenando y multiplicando. No debe entenderse esta pertenencia a una cadena creativa como una limitación. Muy al contrario, lo que hace el cine es evocar los modelos narrativos anteriores con una puesta en escena que provoca que una determinada historia resulte nueva, fresca, recién inventada».



El Ulises por excelencia cinematográfico.



Es un libro que nos confirma la enorme categoría del séptimo arte, que nos hace descubrir esa parte cultural más allá de la industrial que justifica nuestra adhesión y nos facilita más de un argumento para lanzar en la cara de aquellos que sólo ven un entretenimiento en la pantalla. Descubrir entonces al Ethan de Centauros del desierto (The searchers, John Ford, 1956) como un Ulises, al ataque de Cary Grant en Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959) en un simulacro kafkiano o a Madame Bovary en Kenji Mizoguchi. Son veintiún capítulos cada cual más interesante donde se revisa y se desarma desde La Odisea a Orfeo pasando por Antígona o Fausto…. La búsqueda del tesoro, el retorno al hogar, la fundación de una nueva patria, el intruso benefactor y el destructor, la venganza, el amor voluble y cambiante, el amor redentor…  Es imposible que quepa aquí toda la cantidad de información, de reflexión y de emoción que tiene este libro. A por él os digo.




Una de las obras claves del teatro.



Elijo uno de los capítulos al azar y me lleva de nuevo a la novela El último encuentro: el que hace referencia a El jardín de los cerezos, pues la obra del húngaro hablaba de una época perdida simbolizada en un hogar desintegrado. La casa familiar desintegrada es el título al que hace referencia el capítulo que habla de la obra de Antón Chejov. El ruso es el cronista de esa descomposición.



Estrenada en 1904 el mismo año que moría Chejov, refleja el mundo viejo de la aristocracia rusa venida a menos y las nuevas formas de un capitalismo burgués. La casa empieza a mostrar signos de decadencia y tendrá que venderse y destruirse por lo tanto incluyendo ese jardín. El tema del tiempo, de la casa y la familia. Ahora mismo se representa en el teatro Valle-Inclán de Madrid Agosto de la que parece que estemos hablando pero según parece no quedan entradas.



Una época extinguiéndose.




La mansión de los Amberson




Lo viejo y lo nuevo. Y  a partir de ahí vienen las referencias cinematográficas como El gatopardo (Il Gattopardo, 1963) con la decadencia de la estirpe de los Salina. En el libro Balló y Pérez vinculan más a Chejov que a la novela de Lampedusa la película, por estar basada más en la densificación de unas pocas y prolongadas escenas que con la acumulación novelesca de acontecimientos: con ese baile final de más de tres cuartos de hora como imagen clara del final de una época a manos del tiempo destructor. También se habla de un film de Satyajit Ray El salón de música (Jalsaghar, 1958) haciendo referencia también a una última fiesta en ese salón como despedida de ese palacio ya perdido. Se habla del paso del tiempo simbolizándolo en el despoblamiento, desposesión o naufragio de un espacio, de una casa  y surge así Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939) con esa obsesionada Scarlett O’Hara agarrando la tierra de Tara. Y de este orgullo sudista se pasa al orgullo de George Amberson en El cuarto mandamiento de Orson Welles, película mejor conocida con su título original The Magnificent Ambersons (1942) que cuenta también con su correspondiente mansión.



Norma baila rodeada de su pasado.



En El hombre que mató a Liberty Balance (The man who shot Liberty Balance, John Ford 1962) el espacio simbólico llega incluso a quemarse en una película que ejemplifica muy bien la lucha entre dos formas de vida: lo viejo y lo nuevo de nuevo. Imposible olvidar a ese doble mito Norma Desmond-Gloria Swanson, mujer anclada en el pasado viviendo en esa mansión hollywoodiense en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1949, Billy Wilder). El paso del tiempo no entiende de lujos y lo mismo que recae sobre las mansiones también lo hace en los hogares más sencillos como en Qué verde era mi valle (How green was my valley, John Ford, 1941). Muchas de estas películas acaban con la muerte del protagonista que está tan vinculado a ese pasado, a ese espacio.



Todo está ahí afuera.



Lo que tiene que ver con el tono intimista, la tragedia en voz baja con los personajes degradándose en un espacio tan característico del teatro de Chéjov lo vemos inevitablemente en Bergman (Gritos y susurros, Viskningar och rop, 1972) y en Woody Allen homenajeando al anterior (Interiores, Interiors, 1978 y Septiembre, September, 1987). Y ante todo Yasuhiro Ozu por su tratamiento minimalista del paso del tiempo con Inicio de verano (Bakusha, 1951) o Crepúsculo en Tokio, (Tokio Boshoku, 1957). Y partir de ahí Carlos Saura (El jardín de las delicias, 1970 y Dulces horas, 1981), Ettore Scola (La familia, La familia, 1987) y Jaime Chávarri con El desencanto (1976), un gran film sobre la desintegración familiar que tuvo su evidencia veinte años después en Después de tantos años (Ricardo Franco, 1994). Toda una trayectoria cinematográfica que acaba en Tomás Gutiérrez Alea recordando su Memorias del subdesarrollo (1968), y Los sobrevivientes (1978) que nos remite a su vez a El ángel exterminador de Luis Buñuel. Balló y Pérez hablando sobre esta última que habla del estancamiento evidente de cierta clase social comentan: «La parábola de Buñuel significa una exacerbación sarcástica del inmovilismo chejoviano: estos náufragos no tienen memoria ni futuro, y ese instante de suspensión es una premonición de su exterminio».


Y todo este desarrollo es un botón de muestra de uno solo de los capítulos. Mucho más y mejor contiene este libro cinematográfico que amplía conocimientos y descubre relaciones entre tantas historias que son solo una y nos las hace más cercanas.

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