Éste es un
reportaje novelado en veinte capítulos. Una investigación periodística que es
plenamente una historia con sus personajes, con su humor y con su trama a base
de obstáculos. Florence Aubenas, la
autora, periodista y reportera francesa estuvo cautiva en Irak cinco meses en
2005.La sociedad francesa se volcó en el caso y tras ser liberada se metió en
otra guerra a otra escala: la crisis que se desencadenó hace cinco años y que
nos envuelve inevitablemente a todos.
Es la palabra
crisis la primera en aparecer pero no hay que descartar la lectura por ello. El
desencanto, el hastío, la tristeza de nuestro contexto no es motivo suficiente
para negar la atención a este libro tan necesario como entretenido. Empieza con
la crisis y acabar no acaba, porque la crisis se instala, sigue instalada. Es
la crisis que todos notamos seamos quienes seamos. La huída no está
contemplada, hay que analizarla y no falsearla como muchos intentan.
Florence Aubenas
intentó colarse en las rendijas del sistema y luchar contra la indiferencia
personal. Sin cambiar de nombre y documentos, simplemente con un ligero cambio
físico más que por necesidad para convencerse a ella misma del propósito y una
historia personal distinta, se presenta en otra ciudad francesa que no es la suya
como una mujer de mediana edad, sin estudios y sin trayectoria laboral por haber
sido mantenida por un marido, con la intención de conseguir un trabajo. Quiere
tratar de entender no la crisis sino las consecuencias y el modo en que todo se
administra mal y termina afectando a los trabajadores que son al fin y al cabo
los que sustentan el sistema. El
experimento te lo deja claro en el mismo prólogo. La ciudad elegida
estratégicamente como representativa es Caen, ciudad costera del oeste de
Francia con ese muelle referencial de la historia que representa el sumum del mal trabajo.
La actriz-periodista Florence.
A Caen llega y
allí descubre en propias carnes que las personas son cifras, que no hay que
preguntar ni dudar, que hay que estar dispuesta a todo en cualquier momento y
por cualquier sueldo. Y por ello es tan real el absurdo que te deja perplejo. El
cheque en blanco que tiene la soberbia está en nuestras mismas calles. Es
cierto que el caso francés difiere del español y cada uno con su propia lectura
y con su propia experiencia echará en falta cosas y contrastará otras. Los
servicios de empleo ya no lo forman trabajadores sociales sino comerciales con
lo que de nuevo volvemos a la cifra. Somos una cuota a cubrir y punto. Y
llegados a este punto las diferencias se asientan y se amplían en exceso: «Ellos
parecen transportados por un torbellino de aire fresco: están excitados, ríen,
andan deprisa, hacen ruido. Son jóvenes y simpáticos. Huelen al mundo exterior,
llenos de personas presurosas y jornadas ocupadas hasta la extenuación». El
absurdo, en vez de la lógica, se extiende y se nos presentan pantallas
amenazadoras muy orwellianas en las oficinas de empleo, horas de trayecto que triplican
la jornada laboral, cursos como el de «Utilización del teléfono para la
búsqueda de empleo» y temor a represalias incluso por acercarse a la máquina
del café. La autora confiesa su sensación de estar en una película de espías
porque hasta tienes que susurrar y estar mirando la puerta porque
cualquier cosa puede provocar un despido.
Hasta participar en una celebración de una compañera y preguntar cuánto se va a cobrar es una tremenda
osadía.
Malos trabajos en el puerto...
¿A que les suena
todo esto? Ya se han respondido, pues ahora vayan con cuidado y de ese cuidado
forma parte este libro. Una advertencia: lo bueno del libro es el tremendo
contraste que hay entre lo que lees y lo que se asienta en tu cabeza. Es decir,
que no es nada panfletario; es la sucesión real de encuentros y desencuentros
personales y laborales donde la invisibilidad está a la orden del día: «mis
relaciones de trabajo consisten en hacerme olvidar, sabiendo siempre dosificar
las situaciones que requieren que me haga olvidar del todo y aquellas en las que apenas basta con
hacerme olvidar un poquito».
Una historia personal no arregla todo el sistema
pero el sistema lo forman historias personales y aunque esta haya sido «interpretada»
hacía falta para paliar esa invisibilidad. Y surge en su recorrido la intimidad; amigos
cómplices con sus pequeñas historias de huidas hacia adelante. Las historias de
supervivencia son las más necesarias ahora. Esta no lo es pero las representa.
Bienvenida sea.
Cuando ya se ha tomado suficiente distancia con ciertas
vivencias entones vienen a tu encuentro. Por eso debe ser que me encontré
recordando esos momentos campestres en los que rodeados de pinos (creo que eran
pinos), circulaba entre nosotros los niños la información de que si te caía
encima cierta «bolsa»
blanca del árbol, te quedabas calvo. No recuerdo que nadie recurriéra a los
adultos en busca de aclaración, supongo que porque esos cuentos, leyendas,
comentarios y cotilleos infantiles tienen casi como obligación mantenerse. Llegó
el momento pues y se me ocurrió preguntar a un adulto (ahora y entonces lo era)
y no tenía ni idea, ni recordaba que eso circulara entre nosotros. Otro día
cercano, circulando ahora por la biblioteca, siguiendo a alguien por un pasillo
al que nunca acudiría, levanté la vista y mis ojos se fijaron en un libro que
se llamaba Libro de los venenos. Y así,
sin pensarlo, me lo llevé con el orgullo de no siempre salir de allí con el
tiro hecho, como una especie de osadía. ¡Tremenda osadía!
Primero fue Dioscórides.
Después llegó Andrés de Laguna.
Antonio Gamoneda puso el punto final.
Algo encontré leyendo el libro sobre ese temor infantil:
«Al que trague la oruga del pino, luego le sobreviene furor del paladar y gran
inflamación de la lengua, con tan bravo dolor de tripas que piensa el paciente
que le son roídos los miembros interiores, además del hastío que siente y del
insólito ardor universo». No encontré la respuesta concreta pero el libro me
embrujaba por muchas razones. Se trata de un libro editado por Siruela con un
segundo título aclaratorio: Corrupción y
fábula del Libro Sexto de Pedacio Dioscórides y Andrés de Laguna, acerca de los
venenos mortíferos y de las fieras que arrojan de sí ponzoña. Se trata de
un libro contado a través de tres voces; las de Dioscórides y Andrés de Laguna,
el primero del siglo I después de Cristo y el segundo del siglo XVII y la del
poeta Antonio Gamoneda. Las tres voces
se alternan dejando claro cada tema, cada veneno y cada remedio, cada voz con
una tipografía diferente. Pero el libro no se trata de un tratado en sí sino de
una especie de fábula por lo de original de su vocabulario, su poesía, su tono
y las historias narradas en ella.
La muerte de Sócrates, Jacques-Louis David (con cicuta).
No es pesado encontrarse tanto vocabulario, tan lejano
y tan particular, sino que es atractivo. Que lleguen a sonarte medidas como el
acetábulo (medida de líquido), la dracma, el óbolo (sexta parte de la dracma),
la cotila (equivale a nueve onzas), venenos como el tósigo o descubrir sus
sinónimos (ponzoña y phármaco), saber
qué es un clister (enema) o la bosta (excremento del ganado vacuno o caballar)
parece ridículo pero créanme que no lo es. Encuentras el porqué de la risa
sardónica ya que según Dioscórides es una yerba, la sardonia que «ingesta,
perturba el sentido y de tal suerte retira y tuerce los labios que parece que
engendra risa». Andrés de Laguna da el remedio: «Se tiene pues en este caso por
remedio excelente la borrachera, y así, conviene a los pacientes darles a beber
vino en gran cantidad para que duerman largo tiempo». A lo que además añade
Gamoneda: «Hervida, alivia la comezón de la entrepierna, hace fecundas a las mujeres viejas, ayuda a orinar
y conviene a los tísicos». Como es habitual, al final vemos cómo Kratevas mata a
un mozo de esta manera.
Y por unas cosas u otras encuentras pura poesía en
todos; en Dioscórides al hablar del
culantro: «Socorreremos a los que hayan ofendido dándoles a beber vino con
ajenjos» o evitando lo escatológico: «También suelen purgar por abajo negras
reliquias», en Andrés de Laguna, al hablar de la serpiente dryno: «tardo en el
caminar» o en el gracioso Gamoneda: «Del laserpicio se sabe que, pastándolo,
las ovejas duermen y las cabras estornudan».
La cicuta.
Se habla de los tres tipos de venenos: el vegetal, el
mineral y el animal y sus correspondientes remedios. Queda claro que son los
poderosos los que deben temerlos y por los tanto a los que más les interesaba
entender sobre ello. Gabriel García Márquez en su discurso de aceptación del
Nobel en 1982, hablaba del déspota general Maximiliano Hernández Martínez, que había
inventado un péndulo para averiguar si los elementos estaban envenenados. Cuando
la precaución ya ha pasado la barrera, muchos son los que antes de caer en
manos del enemigo se suicidaron, como Demóstenes aspirando veneno o la misma
Cleopatra a través de un áspid.
Kratevas, médico y botánico de la corte de Mitrídates, (rey
de Ponto, actualmente Ucrania) cuyos experimentos recogió Dioscórides conforma
la parte macabra y de terror del libro pues comandado por su rey, hace experimentos
con humanos, todos tremendos. Finalmente no pudo quitarse la vida cuando quería
por estar inmunizado a los venenos.
Aparecieron en la lectura algunos elementos cercanos.
El hinojo también asiduo en mi infancia dice de él que «con agua fría quita el
hastío y el ardor interno; hervido saca las nubes de los ojos y libera la orina».
Y de los últimamente habituales anacardos te previene que se coman
incautamente. Galeano compara su fruto con el corazoncillo de un pájaro y así
es, además de que «su almendra fortifica la memoria y ayuda en la frialdad de
los nervios».
El oropimente.
Entre todos los venenos; los vegetales como el eléboro,
el acónito, el napelo o la cicuta; los minerales como el solimán, el oropimente
o la sandáraca; y los animales como la salamandra que es mortal comida, bebida
y su mordedura misma, la víbora, el áspid, la anfisbena, la cerasta o el
escorpión (se agoniza con su veneno durante tres días y al mediodía es más
fuerte el veneno que emite). Las barbaridades en torno a una mujer que menstrua
se equiparan a las de la salamandra y la rana rubeta. O las curiosidades de la
misma sombra del tejo o el rejalgar, un mineral de color rojo de una combinación
peligrosa de arsénico y azufre del que se hace una tinta «tan maligna y
perniciosa que escrita una carta con ella y leída sin anteojos inficiona y
derriba luego al lector».
Salamandra, salamandra.
Y entre los remedios o antídotos, la leche de borrica o
la camisilla interior de la castaña bebida cruda, el orégano con lejía o el
estiércol de ratón bebido con vino que parece ser un excelente remedio contra
el yeso según Andrés de Laguna. La cebolla albarrana más allá de lo físico
actuando contra las verrugas dicen que colgada sobre la puerta, preserva la
casa de «hechicerías contrarias». El más soberano de todos parece ser el vino
puro además de la pimienta, el castóreo, la ruda, la yerbabuena, el cardamomo,
el estoraque, la simiente de ortigas, etc. Otros más accesibles, como para
atajar el olvido el cardo santo o las múltiples funciones del orégano. Hasta llegar
a los más legendarios como el cuerno del unicornio y el hueso hallado dentro
del corazón del ciervo o bien el poder de una piedra preciosa: «Se tiene por
cosa probada que atado un diamante oriental, o una esmeralda, o un Jacinto, al
brazo izquierdo, entre el codo y el hombro, de suerte que llegue a la carne,
embota la fuerza de los venenos y resuelve todo aire corrupto».
Antonin Artaud.
Muchas veces el veneno funciona como remedio, es decir
que depende de la cantidad o de la aplicación, el que sea nocivo o saludable. El
opio evidentemente es un veneno que tiene como remedio para el que lo ha bebido
el vinagre hirviendo pero no todo es blanco y negro. Antonin Artaud en La liquidación del opio defiende su
postura: «Suprimid el opio, no suprimiréis la necesidad del
crimen, los cánceres del cuerpo y del alma, la propensión a la desesperación,
el cretinismo innato, la viruela hereditaria, la pulverización de los
instintos, no impediréis que existan almas destinadas al veneno, sea cual
fuere, veneno de la morfina, veneno de la lectura, veneno del aislamiento,
veneno del onanismo, veneno de los coitos repetidos, veneno de la debilidad
arraigada en el alma, veneno del alcohol, veneno del tabaco, veneno de la
anti-sociabilidad. Hay almas incurables y perdidas para el resto de la
sociedad. Suprimidles un medio de locura, ellas inventarán diez mil otros».
Una cosa curiosa que no conocía es que las
plantas también tienen macho y hembra como la mandrágora o la coniza: «La
coniza es planta macho o hembra; el macho tiene la flor amarilla y las hojas de
la hembra huelen a miel; puesta al fuego, extermina las pulgas; con
aceite, refrena el paroxismo».
Y así uno aprende y se deleita y viceversa. Este
ofrecimiento mío no es para que aprendáis a preparar brebajes sino a tener un
poco de conocimiento del mundo natural que nos rodea puesto que llegamos a un
punto que si algo no se enchufa no tiene ninguna utilidad. Aprendamos que hay
muchas cosas naturales que no pueden ser sustituidas…al menos siempre.
Plastic
d’amour era un grupo de nombre francés que cantaba en francés
pero que eran dos madrileños: Blanca Lacasa y Alberto Mate. Digo que eran pues desde
hace seis años en que publicaron su tercer álbum Nicolás no sabemos nada de ellos. En realidad cada uno está
haciendo sus cosillas musicales pero no parece que vayan a volver a reunirse. Tres
álbumes dejaron tras de sí.
Como siempre llego tarde; o bien lo que descubro
musicalmente, está muerto o bien no vuelven a tocar, por eso me apunto a un
bombardeo de Rufus Wainwright, para resarcirme ya que lo he cogido a tiempo. Yo
descubrí a Plastic d’amour hace un
par de años pero ha sido este septiembre cuando me han acompañado más por las
calles de Madrid.
Me venía bien un pop así de rítmico, caótico pero
lento, como si me estuvieran contando un cuento y al mismo tiempo seguía el
ritmo de mis pasos. Y me venía bien por el francés. Como decían ellos sobre el
nombre de su grupo, en francés todo suena bien. Así que dulzura sobre una base
tensa o más claro, caramelo envenenado.
Nicolás no está en su cuarto.
Así que aquí os presento la primera canción de este
muchacho llamado Nicolás: Un passé ou deux. Ahora que ya hemos
pasado los treinta años, que ya hemos tenido una historia y tenemos en la
recámara muchas palabras, imágenes, promesas, sueños y lágrimas, es hora de
saber que tenemos suficiente viaje, que podemos oler el peligro, para poder
tirar con más ganas hacia adelante a pesar de los pesares.
Primero fue una conversación (varias en realidad),
después encontrarme con un par de libros de George Sand y por último unas
diapositivas de mi infancia. Puede que no en ese orden. Pues la conversación amiguil surgió por estas circunstancias de crisis que vivimos. Ante
la situación española surgen voces airadas contra el país que se extienden por
contaminación no solo a los políticos sino a la cultura misma, al carácter
general, a las costumbres, al clima, al vecino. Surge la idea entonces de irse
o de quedarse y se empezó a hablar de dónde vivir mejor sobre todo ahora pero
¿qué es vivir mejor? Cada uno tiene sus
prioridades evidentemente, pero decidir vivir en un lugar no solo es el trabajo
que tengas y lo que te paguen sino también cuántas horas de sol hay al día,
cuánta lluvia cae, si la gente abre su círculo y te integra, el sentido del
humor compartido…muchas cosas. El hombre se adapta incluso a situaciones
insospechadas pero de buenas a primeras un grupo en la conversación denigraba
la situación y el carácter español al ponerlo el último en la cola de
prioridades. Preferían estar mejor cuidados económica y socialmente. Eso todos lo
queremos. A mí me gusta la cultura francesa pero no su clima y falta averiguar
cómo nos llevaríamos el pueblo francés y yo y aún así me costaría mucho irme
para allá. Y no se trata de un apego injustificado ni patriótico sino que yo,
como mis geranios, necesito del sol, necesito que la cajera del supermercado me
comente qué mala elección he hecho y esas cosas que te hacen abrirte aunque no
quieras. Seré muy volátil y no tendré la
cabeza donde se tiene que tener pero si aceptamos que el ciclo lunar nos
afecta, es imposible negar que también nos afecta el clima y la gente con la
que interactuamos. Uno es tres cosas indispensables: su ser en sí, el medio en
el que estar y una sociedad alrededor.
Chopin de perfil.
Poco después me puse a leer dos libros de George Sand; Un invierno en Mallorca y La charca del diablo. ¿Por qué estos
dos? Pues más o menos porque los tenía cerca y otros motivos puramente
prácticos pero dio la casualidad que encajaban en las conversaciones amiguiles. George Sand relata en cada
obra su opinión del paisaje, del carácter de la gente y sus costumbres a través
de su propia persona, primero en Mallorca y luego en Francia en ambos libros;
en el primero como un recuerdo/diario y en el segundo como un relato campestre.
Y no pueden ser más contrarias. «Aunque me haya prometido a mí mismo, al
comenzar, reservarme lo más posible mis impresiones íntimas; pero me parece,
por el momento, que esta pereza podría considerarse una cobardía, y me retracto
de la misma». Esto es lo que proclama en Un
invierno en Mallorca George Sand en masculino, como siempre escribía ella
de acuerdo a su nombre artístico. El real era Amandine Aurore Lucie Dupin.
La primera novela es un recorrido/recuerdo por los meses
que estuvo en Mallorca junto a Chopin y sus hijos (solo de ella), de 14 y 9
años. En la novela no se nombra directamente a Chopin sino a un enfermo, como
si fuera un tercer hijo. Allí parece ser que compuso parte de sus Preludios (aquí arriba el número 4 original y la adaptación de Serge Gainsbourg). En la segunda
obra, La charca del diablo, ella aparece
en primera persona enmarcando el relato campestre, de nuevo, como siempre en
masculino. En ambas obras la mujer es la despierta y sagaz y el hombre va un
poco a remolque; si no es un enfermo, es poco despierto en eso llamado vida.
La celda mejor arreglada que por aquel entonces.
Ella deja claro que por nada del mundo se queda en
España y eleva a los alteres al campesino francés. En Un invierno en Mallorca aparece el convento de Santo Domingo, el
castillo de Bellver, la mansión del conde de Montenegro y la cartuja de Valldemosa;
el lugar donde vivieron: «Esta cartuja no tiene nada hermoso, como realidad
arquitectónica, pero en un conjunto de construcciones fuerte y concienzudamente
construidas». Describe el traje típico como elegante y gracioso, la lengua
ubicándola, informa de quién es la patrona (Santa Catalina) y el paisaje, del
que deja claro George Sand que es maravilloso pero con cierto pero: «Mallorca
es para los pintores uno de los más bellos paisajes de la tierra…pero hoy no
puedo realmente, recomendar ese viaje sino a los artistas de cuerpo robusto y
de espíritu apasionado».
Valldemossa.
La arboleda, plantas, animales y comida pueblan el
recuerdo en comentarios y críticas. Alaba la uva y el agua pero critica la
«repugnante» leche de cabra y el vino: «Todos estos vinos no eran muy recomendables
para nuestro enfermo ni aun para nosotros, hasta el punto que casi siempre
bebimos agua que era excelente. Quizá sea a la pureza de esta agua de manantial
a la que debamos atribuir un hecho que pronto advertimos: nuestra dentadura
adquirió una blancura que todo el arte de los perfumistas de París no sabría
conseguir para los parisienses más refinados».
En La charca del
diablo, (en Francia) también aparecen los paisajes y de nuevo la
comparación con pinturas: «Sin embargo, lo que atrajo de inmediato mi atención,
constituía en verdad un bello espectáculo, digno motivo para un pintor». También
los cantos típicos, dulces y potentes: «Cuando se está acostumbrado a oírlo, no
se concibe que pudiera haber otro canto más adecuado a esas horas y parajes,
que no perturbase su armonía».
Se trata en este último caso de una idealización más
que de una realidad. Realmente todos por dentro portamos una verdad pero
siempre faltan pedacitos de otras realidades. Pues sí, España está mal, España
tiene mal carácter, España está llena de arribistas, España está llena de
paripés. Y también está llena de lo contrario. Los prejuicios culturales por
estadística existen pero ¿a quién le interesa la estadística si en sus carnes
siente muchas cosas? George Sand emite juicios desde su individualidad. Ella es
ella y ella es muy francesa, con sus razones y sus errores. El caso es que su
viaje a España, concretamente a Mallorca le salió rana, por no recordar el que
hizo a España con pocos años, de ingrato recuerdo por las consecuencias familiares, aunque
parecen ser causa de la madre. Volviendo a la etapa mallorquina, podemos
empezar por el ajo, que notaba por todas partes.
Que España olía a ajo parece ser que no se lo sacó de
la manga Victoria Beckham o a lo mejor es que no solo resulta que se ha leído Matar a un ruiseñor sino que también ha
leído a George Sand: «Este baile rústico nos hubiera cautivado durante mucho
tiempo si no hubiera sido por el olor de aceite rancio y de ajo que distinguía
a estos caballeros y estas damas que, en
realidad, cegaban nuestra garganta». España huele a ajo. El ajo y la ausencia
de vida intelectual es lo que deja bien claro.
A sus habitantes los llama literalmente monos, alejando
de ellos los adjetivos: humano, dulce, encantador y servicial: «El mar es a
veces tan poco hospitalario como los habitantes». Y las mujeres son además las
más charlatanas del mundo. Entre sus declaraciones (y las dejo aquí sin acritud)
encontramos las siguientes:
«El español es ignorante y supersticioso; por tanto, cree en el contagio, teme la
enfermedad y la muerte, está falto de fe y de caridad.
«Mejores destinos que los nuestros están reservados a
estos pueblos infantiles, a quienes algún día iniciaremos en la verdadera
civilización, sin reprocharles cuanto
hicimos por ellos».
«Nadie puede imaginar que los mallorquines tomen tan
pocas precauciones contra las agresiones posibles del viento y de la lluvia. Su
ilusión y fanfarronería son tan grandes al respecto, que niegan absolutamente
estas inclemencias accidentales pero importantes de su clima».
«La prudencia y la reserva, son en opinión de los
mismos mallorquines, la tendencia predominante de su carácter. Basta que
tengáis aire de extranjero para que os
teman y se separen del camino para evitaros».
«No ama el mal, pero no conoce el bien. Se confiesa,
reza y sueña sin cesar, pensando en alcanzar el paraíso, pero ignora los
verdaderos deberes de la Humanidad».
En definitiva:
«No debe considerárseme pueril porque relate todas
estas vejaciones, de las que no he conservado más resentimiento que el que
produce un puñado de sinsabores: pero nadie debe dudar que los hombres son lo
más interesante para observar en un país extranjero; y cuando yo diga que no
tuve una sola relación económica, por pequeña que fuese, con los mallorquines,
en que no encontrara de una parte una mala fe impudente y una grosera avidez y
cuando añada que hacían gala de su fe ante nosotros afectando estar indignados
por nuestra poca devoción religiosa, se convencerá conmigo en que la piedad de
las almas simples, tan enaltecido por algunos conservadores de nuestros días,
no es siempre las cosa más ejemplar ni la más moral del mundo».
Ni Lucía Bosé, ni Judy Davis ni Juliette Binoche.
En cambio el pueblo francés, aquí los campesinos de la
Vallée Noire, son dechados de virtudes: «Si tuviera que contar su vida, mi
placer sería superior, al resaltar sus agradables y conmovedoras cualidades».
Son respetuosos, nobles frentes con gran corazón y hablan correctamente.
Evidentemente esto es pura y bucólica idealización, no simple reflejo como ella
misma se justifica: «Su fin (del autor) debería consistir en hacer amar aquello
que le apasiona, y si es preciso, no le reprocharía embellecerlo un poco. El
arte no es un estudio de la realidad positiva; es una búsqueda de la verdad
ideal». Como buena romántica que es.
La
charca del diablo es como un tratado, un cuento, una fábula
donde cada personaje representa alguna virtud. Como si fuera un retablo, un
auto sacramental versión pagana. Al contrario que en Un invierno en Mallorca, los comentarios son completamente de otra
índole:
«Pero las malas mujeres son más escasas, en nuestra
comarca, que las buenas, y habría que estar loco para no dar con la que
conviene».
«Pero era una mujer respetuosa y de carácter. Su pobre
casa estaba limpia, y bien cuidada y sus vestidos remendados con gran esmero,
anunciaban la dignidad en medio de la miseria en que vivía».
El periplo de las concomitancias «terminó» con la
visión de unas diapositivas, de un viaje a Mallorca cuando era niña y recordé
esa cartuja, ese lugar tan bonito y ese piano, que no era de él. Prácticamente
es el recuerdo más vívido que tengo del viaje. La sensación que uno tiene al
llegar allí es que allí vivieron un tiempo considerable, que se adaptaron, que
vanagloriaron el lugar y ahora resulta que no, que estuvieron unos meses, que
para nada se adaptaron y que echaban pestes. Pero todo sea por el turismo.
La gran amante con años encima.
En definitiva, que aquí cada uno tiene una opinión y en
lo que todos estamos de acuerdo ahora es en que estamos mal, así que a lo mejor
debería, como dice la escritora francesa, dejar atrás a los salvajes de la
Polinesia (es decir, mallorquines/españoles) e irme al mundo civilizado y
gritar desde el avión (George Sand lo hizo desde un barco, cosa mucho más
romántica) ¡Viva Francia!